Arquitecto, el Museo Nacional de Antropología es una maravilla, pero vaya rebanada le dieron al Bosque de Chapultepec, ¿no?

 

Tras las gafas de aros negros Pedro Ramírez Vásquez, impecable en su traje azul marino, me mira con una especie de fastidio condescendiente. Se levanta parsimonioso y me extiende un libro. Un bello ejemplar de la colección Artes de México.

 

–Mire, vea:

Y yo leo un texto suyo:

 

“…al seleccionar el sitio, se logró aprovechar una gran área no abierta hasta entonces al público, ocupada por una antigua estación inalámbrica y el Club de Tenis de los empleados de la Secretaría de Comunicaciones, esto permitió no restar áreas de parque al visitante habitual del Bosque de Chapultepec y también provechar, dentro del bosque, un terreno sin arbolar.”

 

–¿Ya ve? Quédeselo, se lo regalo.

 

Ese fue el principio. A partir de ahí lo vi en numerosas ocasiones.

 

–Hábleme del 68, Don Pedro. Usted y Díaz Ordaz fueron… No dije más. Por primera vez se molestó. Perdió momentáneamente sus suaves modales y su voz nasal se endureció:

 

–Mire, para mí, el 68 no fueron los jóvenes de la protesta ni mucho menos las cuestiones políticas de ese tiempo. Para mí, y no voy a decir más, fueron los 25 mil jóvenes voluntarios cuyo trabajo engrandeció la olimpiada. Esa es para mí la juventud mexicana del 68”.

 

Los años pasaron y la vida puso muchas cosas en su sitio.

 

Los altos funcionarios del diazordacismo se convirtieron, a decir de Luis Echeverría en los “emisarios del pasado” y una pesada losa de rechazo los cubrió a todos, pero Pedro Ramírez Vásquez sobrevivió con todo decoro al 68.

 

Conservó su lugar en el Comité Olímpico Internacional y prosiguió con su trabajo en México y en otros países. Es el único cuya mano se ha metido en las entrañas de san Pedro, para construir ahí donde construyó Miguel Ángel. Fue secretario de Estado en el gobierno de López Portillo y buscó la nueva geografía mexicana a partir del orden en los Asentamientos Humanos.

 

En los últimos años. Pedro Ramírez Vásquez sufrió una derrota abrumadora: el proyecto con cuya inauguración habría terminado gloriosamente su carrera, el Arco del Bicentenario, (en realidad un anillo de 100 metros de diámetro sembrado en el Paseo de la Reforma) fue abatido por una trapacería. Se erigió la Estela de luz.

 

–Es inadmisible, dijo en alguna ocasión. Concursamos para hacer un hospital y premiaron una ambulancia.

 

Por esos días, la Fundación Sebastián le ofreció un reconocimiento. Si no me equivoco fue el último de su vida colmada de premios. Quizá sólo le faltó el Pritzker.

 

Aquella noche el programa de alargaba y se alargaba. Don Pedro estaba harto en la incomodidad de una silla plegable.

 

–Si esto no se termina yo me voy, me dijo.

 

El esclavo Sebastián me había pedido una presentación previa a la entrada del reconocimiento pero había otros homenajeados, entre ellos Zeferino Nandayapa quien se extendía y se extendía como el flujo de un río musical.

 

–Mire don Pedro, mientras, revise usted el texto de mi presentación, si algo no le parece, pues…

 

Le extendí las hojas y leyó en silencio. Cuando terminó me puso la mano en el antebrazo y me dijo en voz baja: bueno, me quedo.

 

Esto leyó:

 

La arquitectura es el testigo insobornable de la historia, escribió Octavio Paz. Esa es una de las ideas cuya naturaleza podríamos llamar de laberinto.

 

Si seguimos tras su huella y sus insinuaciones, podemos llegar después de muchas esquinas y falsas salidas, a otras ideas tan impresionantes y luminosas como esa.

 

Si la arquitectura es un testigo del tiempo; un rostro perdurable de las edades, un retrato en piedra y cal; madera y vidrio, ¿cómo entonces debemos llamar al arquitecto?

 

Lo podemos llamar mago, intérprete, traductor; sombra de la vida, constructor o simplemente cazador de la historia viva y creador del lenguaje del futuro. No lo sé, son demasiadas lucubraciones para algo tan simple como techar los muros donde duermen los hombres y hacen el amor sus sueños.

 

Si comparamos el curso de la vida con la carátula de un reloj, cada minuto y cada segundo tendrían su descripción en la arquitectura. Pero cuando un hombre ha conducido las obras sucesivas por las cuáles muchos de esos gajos de tiempo le son confiados para convertirlos en edificios. ¿Qué sucede entonces?

 

Quiero preguntar ¿vive el hombre un mismo tiempo, una misma historia en la iglesia, en el estadio de fútbol lo en el museo?

 

O hay un trozo de la misma historia para cada una de las habitaciones de ese enorme edificio, en el cual, un arquitecto puede darle rostro a todas las manifestaciones de la vida.

 

Ser, entonces, digamos, un historiador de la totalidad, un retratista del cuerpo entero, para seguir con esa idea.

 

Posiblemente sí.

 

Y si esta afirmación es cierta, por condición o por excepción, me acerco entonces a la categoría de Pedro Ramírez Vásquez quien ha hecho en México todos los testimonios de las distintas etapas de la historia de nuestra modernidad.

 

Me voy a referir a tres de sus creaciones fundamentales por una razón absolutamente válida: son las de mi gusto y mi preferencia.

 

Hablaré aquí de lugares donde he estado con diferentes emociones y condiciones. En uno de ellos he gritado hasta la ronquera; en otro he reflexionado y en uno más he escuchado en la médula el lenguaje popular de México; he entrado en el misterio de su símbolo mayor y me he empequeñecido ante la grandeza espiritual de los mexicanos.

 

Obviamente hablo de la Insigne y Nacional Basílica de Guadalupe cuya audacia al momento de la construcción fue una especie de ruptura y reconocimiento. Quiebre con el pasado neoclásico y ya poco eficiente como lenguaje religioso y reconocimiento de la inmutable verdad más allá de los materiales y las sombras.

 

La colocación de la imagen de los mexicanos, ubicua, presente y omnipotente para toda oración, mirada o súplica, concentra de manera constante toda la energía de los visitantes en un punto.

 

Otro de los edificios mayores de esta visión del mundo –edificios comunes y comunicantes — es el Museo Nacional de Antropología cuyo valor contemporáneo no merma en relación los tesoros ocultos detrás de sus muros esbeltos y severos, sus jardines, su tranquilidad. Es como un claustro rodeado de verdor.

 

Su enorme paraguas central, sujeto a la tierra por un tronco hundido como el árbol en la tierra; ramificado para darle estabilidad y ligereza nos evoca la humilde idea de cómo el pasado nos nutre y sostiene.

 

El gran patio decorado por una fuente irremediable para las reminiscencias lacustres de la Tenochtitlán perdida; sus adornos de junco y plantas acuáticas, sus tardes de caracol cantante y el discreto silencio de sus mañanas, algo tiene de nostalgia y memoria.

 

¿Cómo entonces combinar esa sensibilidad con la encervezada escalinata del nuevo Teocalli del futbol? ¿Cómo cambiar la serenidad de una basílica, la hondura de un encuentro con la raíz mexicana en el museo –y conste, no menciono ni una sola de las piezas ni hablo de sus majestuosos interiores — con el alarido de un festejo deportivo lleno de escándalo, bullicio, gritos y pendencias?

 

Quizá nada más desdoblando al hombre y su tiempo en todos los pliegues de sus contradicciones.

 

Gritar gol, murmurar amén o pensar en el ayer. Viene a ser lo mismo según cuando se haga y cómo se haga.

 

¿Puede haber tres cosas más distintas entre sí? ¿Cómo igualarlas?

 

Un museo, con su inevitable evocación de albergue de cosas muertas; asilo del pasado, refugio no de la historia sino de la reminiscencia viva.

 

Una iglesia mayor con su inevitable aspiración de ideas etéreas, celestiales y religiosas. Un estadio, el espacio para las hazañas musculares de modernos gladiadores en calzoncillos y con pelota.

 

Pues no hay manera de igualarlos excepto por un nervio conductor.

 

Los edificio son las partes; sus visitantes –nadie vive en esos edificios, ni siquiera los empleados, pues estos lo hacen en construcciones vecinas–, son el todo. La unidad entre estas obras la dan los hombres y mujeres cuyos pasos van gastando las baldosas, los pasillos, el tapiz en movimiento debajo de la virgen; las gradas y rampas del estadio colmado en tardes de escandalera o tristeza.

 

El talento consiste en saber separar las partes distintas de un todo idéntico a sí mismo cuya diversidad no lo traiciona: el pueblo.

 

La historia de nuestros días está ahí expuesta en estos tres gigantes cotidianos. Ellos son nuestro retrato y nuestra identidad. Ahí nos reconocemos, nos sentimos propios.

 

Se presentan ante nuestros ojos, y lo harán ante la mirada de quienes vengan, como los testigos exactos de nuestra vida, no nada más de nuestro tiempo.

 

Son nuestro retrato, pero también nuestra radiografía.

 

Y Pedro Ramírez Vásquez entendió todo esto y muchas cosas más cuya enumeración excedería mi capacidad y su tiempo.

 

Sólo diré: por eso este arquitecto sensible y autobiográfico, ha logrado construirnos y construirse en el espejo de todos nuestros rasgos definitivos.

 

Un testigo, sí, pero también un traductor.