“Ni todos los fuegos son malos, ni apagarlos es siempre bueno”, sostiene la doctora Citlali Cortés Montaño, enlace para México y América Latina de la Asociación para la Ecología del Fuego e investigadora del Tecnológico de Monterrey. Mientras arranca la temporada de incendios en México, porque todavía no llegan las lluvias del verano y ya se fue la poca humedad que dejó el invierno, la especialista en ecología del fuego advierte: “En materia de incendios, hay que encontrar el punto exacto de manejo. Tal como en las iglesias, en los bosques y pastizales el fuego no ha de ser tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre”.
A veces, a pesar de lo escandaloso de las humaredas que salen de los bosques y cubren ciudades enteras, como ocurrió con el incendio que se registró en La Primavera, en Guadalajara, Jalisco, la temporada pasada, los incendios ayudan al bosque a evitar plagas y a hacerse más resistentes. En bosques como ése, ricos en pinos y otras coníferas, el fuego es, por ejemplo, la única forma de que se elimine la hojarasca que impide a las semillas tocar el suelo.
Un funcionario de la Comisión Nacional Forestal que participó en la evaluación del impacto de ese incendio jalisciense y que pidió que no se citara su nombre, afirmó en ese entonces que el compromiso de reforestar con miles de árboles puso a su institución en un aprieto. “El incendio favoreció la regeneración natural, y ahora no tenemos dónde plantar más pinos, porque hay brotes por todas partes”.
Tener incendios pequeños cada tanto, además, favorece que los árboles crezcan hasta hacerse fuertes contra los vientos y las plagas. Los fuegos “son aliados de los productores, porque queman los árboles más pequeños y permiten que los árboles grandes usen sus energías para crecer, no para competir, dándole más productividad y resistencia a esas tierras”, dice Cortés Montaño. También parecen ser aliados de los bomberos, según arroja un comparativo entre la experiencia nacional y la de Estados Unidos.
Según explica la doctora Cortés, en la cordillera que comparten México y Estados Unidos, la que se llama Sierra Madre al sur de Río Grande y se convierte en las Rocallosas y otras sierras cruzando la frontera, hay, o hubo, un patrón de incendios que se repetían cada siete o 10 años, por lo menos desde hace tres siglos. “Y no digo desde hace miles de años porque no hay estudios que lleguen hasta allá, pero hay ciertos indicadores en ese sentido”, añade.
Quemar el suelo cada 10 años no sólo permite que las semillas germinen: también impide que se acumulen la yesca, las ramas y los troncos que, si se juntan en grandes cantidades, arden en incendios que amenazan la integridad del bosque. Las consecuencias de apagar esos fuegos de cada década, en cambio, pueden ser desastrosas, como enseña la experiencia de Estados Unidos, que ha llevado a replantearse la política mexicana en el tema.
Narra Cortés Montaño: “Estados Unidos tiene 100 años suprimiendo incendios y ahora tienen un problemón de acumulación de combustible. Fueron tan buenos apagando esos fuegos que tienen alteraciones fuertísimas, ya no digamos de los regímenes de fuego: de los ecosistemas mismos. Hay bosques menos productivos, en los que pensamos que hay menos diversidad de especies, hay menos fauna. Pero además, hay incendios severísimos, que amenazan a la población y la supervivencia misma del ecosistema”.
Comparar los datos de los gobiernos en ambos lados de la cordillera confirma las afirmaciones de la académica del Tecnológico de Monterrey. En 2011, por ejemplo, por cada hectárea quemada en México ardieron casi cuatro hectáreas en Estados Unidos, y por cada incendio que hubo al sur de Nogales, hubo seis al norte. Los incendios en Estados Unidos son, además, mucho más duros que los que se registran en México.
En 2011, por ejemplo, el fuego de 161 incendios arrasó más de 424 mil hectáreas de pastizales y bosques en Coahuila. Esa temporada fue especialmente dura, la más dura en siete décadas, y los casi mil 300 bomberos y brigadistas que combatieron el fuego en el estado no tuvieron tregua por más de dos meses. Sin embargo, en esa ocasión sólo se vio afectado 5% del arbolado adulto, según informó la Comisión Nacional Forestal, y no se reportaron pérdidas humanas.
En cambio, en 2003, en California, Estados Unidos, un solo incendio consumió 115 mil hectáreas de bosques y pastizales, mató a 15 personas y destruyó dos mil 800 casas y edificios. Todo ello ocurrió, además, en apenas ocho días, entre octubre y noviembre.
Ante este panorama, la posición de México ante los incendios en sus bosques ha ido cambiando. “La Comisión Nacional Forestal ha sido muy receptiva ante las críticas y propuestas que se le han hecho, sobre todo a la luz de los hallazgos más recientes sobre ecología del fuego y sobre el impacto de la supresión de los incendios”, dice Cortés Montaño. Así, la institución encargada del cuidado y fomento productivo de los bosques del país anuncia, por ejemplo, que su programa de Protección contra incendios va dirigido, entre otras cosas, a elaborar una “estrategia nacional de manejo del fuego”, que implica no apagar todos los incendios, sino vigilarlos y controlarlos.
Sin embargo, “esto no se refleja en lo operativo. Se siguen suprimiendo todos los incendios, se siguen apagando todos los fuegos, sin considerar el impacto que hacerlo puede tener sobre el ecosistema”, añade la doctora Cortés. “El público presiona mucho cuando ve que sale humo de los bosques, y los gobiernos estatales y federal muchas veces ceden ante eso, y mandar a las brigadas a frenar las llamas”.
Por eso, dice, es tan importante que la población aprenda sobre el fuego. “Por un lado, para que haga caso a las medidas precautorias. Si se va de fin de semana al bosque, que apague sus fogatas, que no tire cigarros prendidos. Pero también, que si ve fuego entre los árboles, deje a los expertos decidir sin presiones. Si algo sabemos del bosque, es que ni los incendios son siempre malos, ni apagarlos es siempre bueno”.