Cayó como cae un árbol /cuando lo rajan de pronto/ los mil cuchillos de un rayo, dicen los cursilones versos de Antonio Quintero, quien describe un asesinato pasional; pero así, pues, así se fue de bruces y con la barba en la lona y los brazos pegados a los flancos y las piernas de esponja y las palpitaciones y las convulsiones Manny Pacquiao.

 

-¡Claro que me di cuenta!, nomás lo estaba esperando.

 

Juan Manuel Márquez se arrellana en la silla del desayuno. Bebe jugo de naranja y suelta una media sonrisa.

 

-Mira. Muestra los nudillos. Todo esto estaba inflamado, nomás de ese golpe. ¿Casualidad? ¿Cómo? Fue un bombazo. ¡Un bombazo! La derecha cruza el viento. Se detiene y con la otra mano la hace sonar. ¡Zas!, seco.

 

-Pero fue una bomba atómica, Juan Manuel

 

-Sí, una atómica, eso está bueno, bomba atómica… Pacquiao siempre boxea igual, ¿sabes? Ya lo tengo conocido. Te pone el “jab” por delante y te tapa los ojos. No deja ver y luego se te viene encima, yo sabía, yo sabía y nomás era agarrarlo en entrada, venga pa’ca, venga y ¡vino!, cuando yo estaba ahí; lo vi y solté la mano con todo lo que había, con todo, y ¡zas!, un bombazo.

 

Y nomás lo vi cómo se picaba, porque fíjate, el golpe iba para allá (otra vez cruza el aire) y él cayó para acá (el aire vuelve) y cuando eso te pasa, cuando te vienes para adelante y te caes plano como tabla, sin meter las manos, pues entonces ya está gacho ¿no? Ya de esa no te alzas.

 

Raúl de Anda, su compañero, si tuviera escudo su escudero; su peón de confianza si fuera matador de toros, su amigo, evoca y asiente.

 

-No, si la mano me quedó bien hinchada, pero luego ya en el suelo yo me iba para la esquina y lo veo que levanta (y se señala las caderas), pues que medio comienza levantar las nalgas, ¿no?, y yo digo ¿a poco se va a parar? y ¡N’ombre!, cuál levantar si se estaba convulsionando hasta que lo voltearon y le iban a contar, pues le podían contar hasta el cuento de Blanca Nieves, pero de ese bombazo ya no se paró, y es que pasó una cosa, mira, es que se encontraron dos fuerzas, ¿no? Él que venía y el puño que iba exactamente en la dirección contraria. Y entonces dije de aquí soy, ¡Zas! ¿Cuánto fue?, ¿cien, doscientos kilos en el encontronazo?, quien sabe. Pero la mitad de la fuerza la puso él, yo nomás atiné a centrarlo, seco, preciso.

 

Un sorbo de café mientras con ojo de idolatría el mesero retira el plato de los huevos con jamón ya consumidos, el de la fruta, la charola del pan dulce donde dos conchas sabor anís han desaparecido.

 

-Estaban buenas las conchas, doctor, le dice el campeón al secretario de Salud, Armando Ahued, con quien ha hecho y seguirá haciendo algunas campañas sanitarias, como aquella de revisión prostática.

 

-Luego te digo dónde las hacen pero no vayas a subir de peso con el pan dulce. Luego ya ves la báscula.

 

-¡N’ombre! ¿Cómo cree?, bueno, pero el asunto estuvo bien. Yo nomás veía a este ahí en el suelo y no se alzaba y se hizo la bola y fue cuando comenzó a gritar su señora y yo mejor me fui a la esquina, no me fueran a noquear de un camarazo. Y me dice Raúl, ¡oye’ ve y háblale, dile algo!, y pues si pero nomás que se deshaga la bola, porque ya todos se estaban gritando y empujando.

Y luego ya sentado él en su banco me acerqué y le dije pues tú eres un gran boxeador y por aquí y por allá y me salí de la bola.

 

Márquez goza el recuerdo. Mece sus palabras en la gloria de lo incontestable, lo indiscutible. La conmoción grave de Pacquiao, su rostro inexpresivo y sus pupilas vidriosas, sus balbuceos, su extravío, su desorientación.

 

-Lo entrevistaron los gringos, y estaba tan mal del bombazo que se puso a decir cómo había ganado la pelea, se le estaban cruzando gacho los calambres, de veras, ¿verdad tú? De ahí se lo llevaron al doctor.

 

–¿Y Pacquiao te cae bien o mal?

 

–Después de tantas peleas, de dos robos, de todo lo ocurrido pues yo sí estaba enojado, bien enchilado. No lo quería ni ver. ¿Y a los jueces? A esos menos, ¿cómo todo el entrenamiento, los sacrificios, las horas y horas de gimnasio, las levantadas, la condición, el nutriólogo y toda esa madre para quedar en manos de tres güeyes que ni saben de estar allá arriba. Y te roban?

 

En los ojos del amigo De Anda busca la confirmación de sus palabras. Raúl asiente.

 

-Yo ya no quería nada, ya no quería esa pelea porque dije, ¿otra vez el robo? Si yo ya le había ganado. Y mi esposa me decía que ya, pero mi hijo me animó, ¡no, papá, ponle en su madre!, dale, tú lo puedes noquear y casi me comprometió cuando yo ya no quería. Y pues dije de aquí soy. Y por eso ahora, cuando lo vio tumbado ahí, privado, ido, me dijo, ¿ya ves, papá?, ya le pusiste en la suya.

 

Al llegar al desayuno, Márquez sorprende por su frescura. La cara limpia, sin cicatrices, fuerte, ágil como un puma, fácil de palabra y de sonrisa, vestido con informalidad en un traje gris con líneas blancas, puro lino; mocasines de Ferragamo, camisa sedosa abierta a medio pecho. Saluda con relativa timidez producto no se sabe si de la desconfianza o de la cortesía. Como a los rivales, mide a los invitados. No dispara un solo golpe en los primeros tres minutos.

 

-Oye Raúl-, dice, -dame mi reloj.

 

De Anda mete la mano en el bolsillo del pantalón y extrae un Úlysee Nardin de ensueño. Un reloj de vanguardia, negro con oro rosado.

 

-Es que para manejar me lo quito, ya me bajaron el otro día del coche con pistola en mano, ¿tú crees?

 

–Pues sí creo

 

Márquez hoy es un hombre satisfecho. El mundo del boxeo lo ha rodeado toda la vida. Su padre, su hermano. No hay mundo más allá ni más acá. El gimnasio, el entrenamiento, los nervios, las peleas y, en su caso, el triunfo, el dinero.

 

–¿Y si te presionan para otra pelea con Pacquiao?

 

–Esa no sería una pelea, sería una guerra. Ya no quiero, ya eso se acabó, pero sí hay tentaciones, ofertas. El otro día oí que ya hablan de 50 millones de dólares, 40 cuando menos.

 

–¿Y le vas a entrar?

 

No quiero, mejor una pelea ahorita con Tim Bradley Jr. (campeón welter). Si le gano me llevo cinco campeonatos mundiales. pluma, junior ligero, ligero y junior welter.

 

–Sí, cuídate-, le dice Armando Ahued con autoridad clínica.

 

Márquez sabe esperar. La pelea se anunció a las pocas horas de nuestra plática. Si algún día hubiera otra contra Pacquiao deberían pasar muchos meses más, y el tiempo corre en su contra. La edad, los golpes acumulados, el desgaste de los entrenamientos, las horas y horas en el sudor y el cuero; el vapor, la lona, la carrera matutina.

 

–Hoy me fui a correr un rato ahí en el Bosque de Tlalpan, porque ahora vivo por allá. Antes tenía una casa en el kilómetro 21 y medio de la carretera vieja de Cuernavaca pero nos asaltaron un día que yo no estaba. Ahora vivo ahí en el bosque; por cierto cerca de ahí vive el licenciado Salinas

 

–¡Aguas, campeón!

 

–Sí, ¿verdad?-, y se ríe con franqueza y sin malicia, feliz de la vida hasta hoy.

 

El turbocargador del “Caimán” rojo escarlata zumba y opaca sus palabras. Antes de acelerar rumbo a Insurgentes, le dice a Raúl: “toma, guárdame esto”.

 

Y se quita su reloj. Ya es el mediodía y en el estudio lo esperan para grabar un comercial de papitas.