Antes de levantar el teléfono deseó poder detener el tiempo, que todo afuera se detuviera a su designio, como una pausa tridimensional. No ya como en sus sueños adolescentes: a cambio de dinero, sexo o una casa de antigüedades perfectamente destruida en incontables partes de cristal y porcelana; ni siquiera con la intención del escape matutino, fundamental para la buena salud de la depresión cotidiana.
Esta vez deseó detener el tiempo para ausentarse, para no tener que participar. Pero aún consiguiéndolo, también supo que sólo el tiempo se detendría; y entonces levantó el teléfono.
Reposó un cigarro entre sus labios y marcó.
-¡Hola!…¿Cómo estás?- dijo aletargado y poniendo mucha de su energía en tratar de parecer preocupado- ¿Un qué?…¿Pero eso qué es?…Sí, ¿no puede?…¿Y tú cómo estás?…Sí, sí…sí. OK. Sí, bye.
Colgó el teléfono lo antes posible, miró alrededor, como sintiéndose en un cuento o una película triste, barata pero bella y con poco diálogos, y encendió el cigarro casi de espaldas a cámara. Le supo amargo y como a bilis hasta el final de la boca y a los lados de la lengua; lo apagó de inmediato, con algo de coraje de ya no poder fumar bien, como antes.
Se enfundó la gabardina, se miró al espejo en dos o tres posiciones que no tomaría en ningún momento el resto del día, y salió a la llovizna fría, que entonaba con sus ganas de tristeza.
Le preocupaba tardarse demasiado y durante todo el tiempo que le tomó comerse el croissant y terminar su leche con una barra de chocolate derretido, se debatió si hubiera sido conveniente haber tomado la decisión de parar a desayunar o si hubiese sido mejor llegar de una vez a su cometido. Aún así, y a pesar del glaseado que se derretía lento por el pan blando y recién horneado y de esa cremosa leche que se dejaba mimetizar, como nubes, con la textura marrón del chocolate, por lo único que optó realmente fue por no disfrutar de nada de esto, pensando en lo tarde que llegaría ahora por haberse decidido parar a desayunar.
El tranvía repleto y apretujado le complacía, casi no hacía esfuerzo para sostenerse encorsetado en la pequeña multitud. Por encima de las cabezas de los que estaban afortunadamente sentados llegaba a ver, sin mirar, parte de la banqueta, parte de la calle, el reflejo de la humedad en el suelo y piernas de personas y vehículos duplicados. Trataba de enfocar toda su atención en un recuerdo o en un sueño, o en la anticipación de algo que nunca sucedería realmente: un calor adormecedor al ras de la arena y un entorno de médanos enceguecedores; deben ser las dos de la tarde y las ráfagas tibias y calientes de arena alternan. Con los ojos entrecerrados y aburridos ve los granos de arena reacomodarse al designio del viento; luego ve a su madre venir desde el mar: un figura desenfocada y negra al salir del agua; luego puede ver su traje de baño azul, celeste, blanco y negro. Se acerca lenta, envuelta de ese cansancio de mediodía, ese trance delicioso al que predispone al cuerpo el mar después de jugar con las olas; y se acuesta a su lado. Él, inmóvil y jugando al dormido, siente el cuerpo erizado de la mujer, húmedo, acercarse a su costado, con el choque del frío de ella y su calor, y de la sensación de madre con la sensación de ser hijo. Se acerca, no demasiado, lo más que puede, sólo para observarla.
Con un solo ojo entreabierto ve las delgadas arrugas que viajan a las lados de su boca, las bolsas debajo de sus ojos cerrados, las gotas detenidas que destellan en la mitad de la frente arrugada que ha quedado fuera de la protección de la sombra. Su rostro alargado, pensativo y aparentemente no amargado. Su pecho, rosado del sol, aplanado por el tiempo. Ambos, erizados bajo el sol, en la sola respiración del mar, ella por el frío, él por ese temor a la incomprensión.
Saltó con el vehículo en marcha, para no perder la costumbre de arriesgar la vida estúpidamente, y resbaló sólo un poco en un charco. Miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie hubiera visto sus movimiento torpes para evitar caer y, al comprobar que dos hermosas jóvenes se habían detenido a observarlo, menos con ánimo de burla que con temor a lo que pudo haberle sucedido de caer como pudo haberlo hecho, apretó el paso y, resbalando una vez más, se largó hacia la niebla encendiendo un cigarro lleno de humo.
Le parecía que su vida, ausente de un dolor real, ya fuera físico o espiritual, se parecía más a una ficción aletargada, en la que todo se hacía lento e indoloro a su alrededor, viajando en un transe de opio y algodones por un lago denso como alquitrán. Suponía que autocompadecerse por haber descubierto su sinsentido, le otorgaba la obligación de andar quejumbroso por la vida, molestando en cada oportunidad a todos los demás, siendo esquivo, ermitaño y ensimismado. A veces sentía que ella se lo había transmitido de algún extraño modo, aunque todo indicara lo contrario.
Al llegar a la esquina una poderosa ráfaga lo devolvió a su presente; el viento se empecinaba en andar hacia el lado contrario al que él se dirigía y lo mantuvo luchando un rato, impidiéndole el paso y burlándose cada tanto. La lluvia ahora caía en forma de gotas gordas y pesadas en algunas baldosas sí y en otras no, mientras la callejera concurrencia expedía un gemido unísono de agobio por las circunstancias climáticas, a su vez disimulado por un trueno y el chapoteo de los pies al correr a guarecerse. Él decidió que la lluvia no era molesta y que, a pesar de sus zapatos inundados, el cabello pegado a la cara y el cigarro apagado, húmedo y doblado entre sus labios, era ampliamente más digna esta presencia que traer un adminículo burgués, añejo y aburrido como un paraguas para taparse del agua.
Llegó al lobby del hospital, mojado y con frío, disimulando su tiritar, buscó el baño, se encerró en un cubículo y encendió el último cigarro roto de las cajetilla destartalada. Le supo a cenizas en el fondo de la boca y debió meterse un chicle para terminar de fumarlo. Comprendió, sentado ahí, de las ventajas que le traían en lo personal la impoluta limpieza del hospital y lo acertado de la elección del seguro médico, que al terminar todo el trámite traería menos problemas que gastos.
Al entrar al último pasillo deseó poder detener el tiempo, que todo afuera se detuviera a su designio, como una pausa tridimensional.
No le parecía que nada de lo que dijera o hiciera podría cambiar algo, sentía la culpa de haber roto una regla en la que no creía, pero que se sentía obligado querer tener que obedecer.
Deseó detener el tiempo para ausentarse, para no tener que participar. Pero aún consiguiéndolo, también supo que sólo el tiempo se detendría.
Entonces entró al cuarto blanco y límpido, ciclópeo en sus dimensiones y en sus sensaciones, lentísimas y en gran angular. Se acercó hacia su madre y se reclinó sobre ella. La luz blanca lo emparejaba todo, las manchitas de sus caras, las ojeras, las líneas, los gestos, las edades. La miró un rato, sólo respirando, dormida, con tantas canas blancas como nunca le había visto, escondidas tras décadas de capas de tinte castaño. Se subió lentamente a la cama, empujándola despacio, ella se fue acomodando, el entró con cuidado bajo las sábanas, tomándole su brazo y abrazándose con él. Empujó un poco más y ella se echó hacia atrás para quedar embonados. Y ahí se quedaron los dos: de lado, abrazados y bien pegados, uno contra otro, sabiendo que eran lo mismo, la misma sustancia.