Hace unos días tuve una llamada de trabajo con alguien que labora en el sector público. A las 21:08 de un día hábil sonó mi teléfono celular. Contesté y en la conversación esta persona me pedía me comunicara en ese momento con otra. Le llamo mañana, dije. Llámale ahorita, insistió. Llamo mañana, reiteré. ¿Por qué no le llamas ahora? Porque yo no hago llamadas después de las 9 de la noche. ¿Por qué? Me parece una falta de respeto. ¿Me estás llamando irrespetuoso? No, en realidad debo confesarte que fue una casualidad que te contestara el teléfono después de las 9 de la noche.
Hay algo en todo el ámbito gubernamental, legislativo, judicial, organismos autónomos, y en general en el sector público, que crea un sentido de urgencia, a pesar de que las cosas avanzan demasiado lento. Para tener éxito en mi misión, debo presionar a todos los demás, porque el mundo gira a mi alrededor (o alrededor de El Jefe). Es un poco tonto, pero así funciona la dinámica de la superestructura.
Con la misma lógica, una senadora, Luz María Beristain, llega a un vuelo cuando éste ya se cerró. Sin importarle los demás, insulta, charolea y espera que el mundo se tire a sus pies sólo porque es senadora. La sociedad se ríe de ella por su prepotente candidez. El corolario de pedir una fiscalía que combata la discriminación a los políticos merece carcajadas. Lo grave es que, como ella, podría haber 127 senadores y miles de personajes públicos más que padezcan el mismo mareo.
Yo soy Juan Camaney, bailo tango, masco chicle, pego duro, tengo viejas de a montón, tururú. Este personaje de Luis de Alba, inocente y prepotente cual senadora de Quintana Roo, refleja lo humano del poder. Ante cualquier ladrillo, ocurre el mareo. Con los mismos argumentos de la senadora Beristain, los políticos se creen con derecho a un trato diferenciado.
En la vía pública, fuera de oficinas gubernamentales, hay lugares reservados, se confinan espacios para que se estacione el jefe o no se estacione nadie; en auditorios, aviones, restaurantes, conciertos, asambleas y demás, esperan un trato preferente; un lugar de estacionamiento más cercano, una silla con mejor ubicación, entrada rápida, salida rápida, cero filas y que sus subalternos los ayuden hasta para sus necesidades personales. ¿Por qué un funcionario no puede ser igual a los demás ciudadanos?
La diferenciación entre el cacagrande y los demás es la esencia del desprestigio de la función pública. El ciudadano quiere y merece ser tratado igual que el cacagrande; éste, por el contrario, exige pleitesía. La expresión misma de cacagrande lo dice todo. Por eso México no avanza, gritaba la senadora en su ridículo al exigir alfombra roja en una línea aérea de bajo costo en la que hasta los cacahuates se venden por separado.
Este trato diferente que exigen los políticos tiene una esencia que se aleja de la democracia. El político valora su trabajo más que el de sus subalternos o proveedores. Minimiza la labor del obrero, del que le prepara un café o del que le bolea los zapatos. México tiene que entender la trascendencia de la función privada, en vez de sobrevalorar la función pública. Tendría el mismo derecho un odontólogo de poner trafitambos a la entrada de su consultorio que el que reclaman las entidades públicas para el estacionamiento de sus jefes; o sea, ninguno.
La senadora Juana Camaney cree que la sociedad discrimina a los políticos. No, sólo los repudia por creerse Very Important People en una sociedad que constitucionalmente se define como igualitaria y sin títulos nobiliarios. Le costará trabajo aprender ahora que su prepotencia es objeto de burla, pero todavía hay mucho que enseñar al resto de los políticos y funcionarios.
El obrero y El Jefe son esencialmente iguales, los diferencia la responsabilidad del segundo, no sus derechos o beneficios. ¿Es tán difícil de entender?