Resulta poco menos que absurdo hacer esta pregunta en estos tiempos. Durante los últimos quince o veinte años, el vino se ha puesto de moda. Los “conocedores” y “expertos” se multiplican en el mundo entero como levaduras en plena fermentación tumultuosa.

Somos testigos presenciales de la transmutación del bluff en vino y el vino en bluff. Sería muy difícil hacer un análisis riguroso de un fenómeno tan complejo. Vamos limitándonos, por ahora, a unas cuantas observaciones.

Comencemos por el universo mexicano de mediados del siglo veinte, retratado por películas de Pedro Infante y canciones de José Alfredo Jiménez.

Que se me acabe la vida frente a una copa de vino…

Lo más probable es que el tipo en cuestión no esté frente a una copa, sino a un vaso, y que éste no contenga vino, sino aguardiente.

Lo mismo pasa cuando Francisco Charro Avitia declara:

Yo soy el muchacho alegre
que me amanezco cantando
con mi botella de viiinooo…
 

botellas-de-blanco-y-negroMéxico es el único país que conozco en donde la palabra “vino” se ha utilizado para fundir y confundir en ella aguardientes o destilados, licores y todo tipo de bebidas alcohólicas, excepto cervezas.

Cuando se preparaba una reunión de amigos, la pregunta obligada era: “¿Qué vinos llevamos (o compramos)?”, y se pensaba en destilados. Parece que, al menos en algunos asuntos del lenguaje y su uso correcto, hay una ligera mejoría en este país.

Capaz que todos podemos contribuir a dicha mejoría: llamémosle vino al vino, y alcoholes u otra cosa a cualquier otra cosa que contenga alcohol y no sea vino.

Va de nuevo la pregunta: ¿Te gusta el vino?

En el México de hace apenas veinte años, no era bien visto que, en una reunión de “gente decente”, en la cual hubiera damas presentes, alguien dijera que le gustaba el vino, o que una mujer comentara con festivo y cándido entusiasmo: “¡A mi marido le encanta el vino!” No faltaba entonces alguna circunspecta señora que, entre fingida prudencia y disimulado escándalo, añadiera: “Ah, ¿le gusta la copita, eh?”, al tiempo que reforzaba el gesto moviendo hacia adelante y atrás la mano derecha, con el pulgar y el índice levantados como cuernos.

Que a alguien le gustara el vino significaba que era un borracho, o le daba por embriagarse con frecuencia. Todavía hoy es común que la gente, en vez de decir “vinos”, utilice el diminutivo: “nos tomamos unos vinitos”, como queriendo atenuar el desliz.

Pero, en general, cada vez más personas expresan su pretendido gusto por el vino. En vez de vergüenza, la declaración puede ser ahora motivo de orgullo, casi una presunción.

Muchos placeres se asocian no tanto con un objeto, sino con las imágenes que proyecta y sus connotaciones. No pocos modelos de automóviles han tenido enorme éxito en ventas, a pesar de contar con un motor demasiado pequeño para su peso o algunas otras deficiencias de diseño. Sus dueños han tenido que soportar una leve dosis de insatisfacción, a cambio de la admiración que los demás dirigen hacia su vehículo.

El vino también puede ser utilizado como una especie de vehículo atractivo.

Por esta vez, dejo una referencia que me sigue causando bastante simpatía.

Hace más de treinta años, el tío Ramiro manifestó un admirable momento de honestidad, cuando le di a probar una copa de champagne. Sus palabras textuales fueron: “Hijo, bien dicen que la miel no se hizo para el hocico de los cerdos. A mí me das un tepache y quedo más a gusto.”

Y a ti, ¿te gusta el vino?

Salud,