Caminar con los ojos cerrados por la calle, aparte de ser un acto suicida, sobre todo en la Ciudad de México, también nos muestra lo poco adiestrados que estamos para conocer nuestra urbe por sus sonidos, del tipo que sea, lo cual debe hacerse en compañía de alguien que nos guíe fuera de las alcantarillas abiertas, hoyos, vidrios, automóviles y bicicletas anárquicas o transeúntes que van sin ninguna precaución.
El ruido es una burbuja que rodea los cuerpos de las personas y no los deja pensar por sus altas frecuencias dañinas de sonidos rugosos, filosos, negros, fuertes. Esa es otra de las causas por las cuales muchos vamos conectados con los audífonos como unas burbujas lastimadas de sus oídos por el caótico paisaje sonoro de la llamada Era Final. En el borde del filo de este dolor causado por el noise citadino, escuchar a las aves reproducir sus ruidos naturales es un regalo que pocas veces nos atrevemos a dar aunque sea gratuito; de vez en cuando hay que dejar los audífonos, cerrar los ojos, sentir el sol en la piel y “ver” con los oídos el entorno que nos rodea.
Luego de eso podría uno acceder a los paisajes sonoros que hay en la metrópoli. Cada calle tiene los suyos, claro, depende de si se encuentran cerca de un mercado, una fábrica o un parque. También influye la hora. Sonidos circulares que se desplazan de arriba hacia abajo y viceversa salen de los árboles. Tonos rojos, azules, blancos y amarillos. Los tonos negros de los automotores casi no escuchan, ni las voces de las personas. El trino de las aves es aún un lujo que se puede escuchar en algunas zonas donde se ha privilegiado mantener zonas verdes.
¿A qué suena la ciudad? A cientos de cosas diferentes a la vez, como esquizoide orquesta de “músicos” que desconocen formar parte de esta sinfónica. En el Distrito Federal casi todo lo que se escucha alimenta la neurosis: claxons, timbres de bicicleta, organilleros, martillos eléctricos, aullidos,vagoneros, aviones, ambulancias, etcétera, por lo que la pregunta debería ser ¿a qué no suena la ciudad? Complicado de responder si tomamos en cuenta que en el principio fue el sonido; el silencio es el Imposible. El No-Ruido es algo imposible de pensar qué es, esto mismo ocurre con el No-Lenguaje; no sabemos qué hay más allá de lo que no podemos decir. Ya lo explicó Ludwig Wittgenstein: de lo que no podemos hablar debemos callar, es decir, lo que no podemos oír debemos callar. Hay lugares, eso sí, en los que los decibeles son muy bajos y nos relajan; sus atmósferas tranquilizantes nos aproximan al silencio, pero no nos sumergen en él.
En Historia de Lisboa (Wim Wenders, 1995) hay un personaje que dedica a conocer la ciudad a través del sonido de sus calles, las voces de sus habitantes y así, poco a poco, comienza a ensamblar un presente construido con el ruido de unos zapatos sobre el piso o el de un tranvía que dobla la esquina mientras su conductor toca la campana. Ese presente se yuxtapone con un pasado formado de casas, el acueducto, los recuerdos y refutando la hipótesis de que las imágenes puras (también los sonidos) son esos que no hemos visto ni veremos ni los que escucharemos jamás porque dejan su esencia al mínimo contacto humano. Sin embargo, los que ni buscamos ese tipo de pureza nos regocijamos al coleccionar imágenes, sonidos y tactos, el espíritu de Claustrópolis.