A Mauricio Bares seguro lo confunden en la calle más con un boxeador de peso ligero que con un escritor de prosa seca, irónica, divertida y escatológica. En su novela “Ya no quiero ser mexicano” (editorial Nula) despotrica contra todo lo que se le cruza enfrente: retrata sus manías, se mofa, los destruye, aunque al final, Mauricio (el personaje literario) acepta su tropicalismo chilango con su habla salpicada de albures. No le queda de otra que admitir que forma parte del siniestro y cómico collage urbano donde los peatones se suben a microbuses en los que vendedores de cidis pirata promocionan los 20 éxitos de José José. Es que ese es también, en esencia, el Distrito Federal de cada día.
Mauricio, el personaje novelesco, es una proyección literaria de ese señor de cabello canoso que vive en el norte de la Ciudad de México en una casa que tiene puerta de antro de música electrónica. Un día se fue de México y llegó a Holanda. Allí se pasea entre calles con sexoservidoras aburridas protegidas en vitrinas. Así, cansado de no tener trabajo ni dinero, fastidiado se va a Inglaterra. De ese momento sólo existe el registro de que un día visitó la tumba de Karl Max, luego a completar el círculo: el antihéroe vuelve a casa, a la que criticó y despreció. Aquí se da cuenta de su particular forma de vivir chilanga. Admite que vive en una decadencia viva, fluorescente, dinámica.
-¿Para qué escribir una novela que retratara el folclor y decadencia en la ciudad?
-Para hacer un llamado a aceptarnos como somos y denunciar que siempre ha habido un grupo de personas que imponen el modelo social, a dónde ir con la familia cada 15 de septiembre o festejar en el Ángel de la Independencia si gana la selección de futbol; es el supremo paradigma de lo que se supone es vivir como la mexicanidad. Están equivocados. Todo eso se ha reflejado en el carácter llorón y melodramático, explotado hasta el máximo por periódicos, televisión y cine.
-¿Lees a los escritores de tu generación?
-No leo lo que produce la mayoría de mis contemporáneos; tampoco leo la prensa. Por eso, como estoy alejado del medio literario no sé cómo clasificarlo o qué nombre puedo darle a mi trabajo. Lo único que me interesa es escribir. Me cuesta mucho trabajo pensar a qué corriente pertenezco. Los centros de poder no me interesan. Esos grupos de amiguitos, escuelas, circuitos de abrir o cerrar puertas y oportunidades a otros. No me interesa formar parte de esos lugares donde se crean compromisos a partir de que eres famoso y se pierde el tema fundamental por el que -supuestamente- se reúnen: la literatura. Me interesa el oficio, no el medio.
-¿Cómo es Mauricio, tu personaje en esta historia?
-No es un ser decadente, aunque viva en una sociedad que sí lo es. Sólo es un tipo que quiere estar contento, pasarla bien y que se enfrenta ante una estructura construida para evitar que la gente lo sea. Es alguien que pasa por una serie de búsquedas y, al final, concluye que debe aceptarse tal como es.
El autor de PostHumano (2007, Almadía) lamenta de los mexicanos su “falta de valor para verse a sí mismos. El afán de chingarse unos a otros y perpetuar viejos problemas que vienen desde la conquista como ser blancos o negros”. En contraparte coloca a la sociedad holandesa que en momentos difíciles se une, mientras que “aquí, sólo cuando hay una desgracia, como en el terremoto de 1985 y nada más; somos unos valemadristas”. Para él, el posthumanismo es darse cuenta de que el humanismo como eje rector de nuestros actos se ha desgastado a tal grado que a nadie le interesa, pues vivimos en una situación egoísta e individualizada.