La semana pasada, la firma Ernst and Young dio a conocer su encuesta global de fraude, donde México aparece como líder en el sector: 60% de los directivos reconocen que dichas prácticas son una actividad común; 38% las usan para ganar licitaciones contra 21% en el resto de Latinoamérica. La práctica no requiere mayor atención institucional que la obtención de facturas que cubran dichas erogaciones en su contabilidad. Estiman que la “inversión” asciende a 5% de las ventas de sus empresas.
La nota no tuvo eco, sólo silencio. Sabemos que hay corrupción en México y en el mundo, la diferencia es que aquí rara vez genera consecuencias. Cuando The New York Times reveló el escándalo de los sobornos de WalMart para abrir sus tiendas o el lavado de dinero de HSBC, aquí no hubo castigo. Fueron las autoridades de EU quienes multaron a ambas instituciones.
Los sobornos de las corporaciones no sorprenden, por tamaño y liquidez son fáciles de hacer. La práctica se replica en todos los niveles tanto para ganar un contrato como para resolver un problema. Sin embargo, nos escandalizamos fácilmente cuando, igual que las grandes corporaciones, los criminales sobornan funcionarios para garantizar la expansión de su negocio: tráfico de drogas, personas, secuestro o extorsión. Los criminales, como las corporaciones, son actores económicos que se adaptan a las reglas no escritas del sistema. Como la economía formal, la informal y la criminal gozan de protección oficial. No es un mal partidista, es un problema sistémico.
La corrupción tiene que ver con pagos y/o con encubrimiento (explícito o implícito). Por ejemplo, el presidente de la CNDH, ahora denuncia “corrupción descontrolada en la policía federal por la impunidad que se le otorgó el sexenio pasado”. Parece valiente, pero es demasiado tarde. Las malas prácticas se fortalecieron en parte gracias a su silencio en años anteriores.
El cohecho merma la competencia de pequeñas y medianas empresas y fortalece a los grupos de interés. Refuerza la estructura oligopólica de la economía que se replica hasta en el sector criminal. Su práctica es frecuente y poco riesgosa en todos los órdenes de gobierno. Empresarios y ciudadanos recurren a ella, individualmente, para obtener los permisos o ganar concursos: bodegas, centros comerciales, casinos, venta de medicinas, construcción de unidades habitacionales e infraestructura.
La corrupción garantiza licitaciones, licencias y facilita la evasión fiscal o de cuotas obrero-patronales. Tiene igual impacto en el deterioro social y ambiental que en el florecimiento de la economía informal donde las empresas legales e ilegales contratan personal sin prestaciones. Algunos corruptores lo hacen por voraces, otros porque no hay más opción. El resultado es igual: la destrucción de colonias, ciudades y familias cuando el crimen nos alcanza.
La corrupción no tiene partido. Es parte de un sistema donde el beneficio personal carcome el espacio público y destruye el colectivo. Abre el camino para que el más voraz gane terreno a su vecino. El estado queda secuestrado en manos de grupos de interés.
Como resultado, se deteriora la credibilidad de la sociedad en sus autoridades: 70% de la población duda de la utilidad de las políticas anticorrupción. El agua llega al tope y ante la frustración del abuso, se multiplican los linchamientos, los grupos de autodefensa y la confrontación general de la sociedad contra su autoridad. Con los niveles de impunidad y corrupción de México, no hay norma que valga. Prevalece la ley de la selva, donde gana el más fuerte. La transparencia y la sistematización de los procesos ayudaría a mejorar el problema pero la profundidad del mal es tal que es difícil imaginar su transformación sin una recomposición seria del Estado.
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