glass
Foto | @urbanitas

Revisité  Strange Days (1995), la película de Kathryn Bigelow, donde aparece Juliette Lewis con unos tipos que trafican chips que tienen videograbadas las experiencias visuales de las personas, como si se tratara de una colección de cortometrajes hackeados de la mente de los individuos. Un YouTube creado por la mente de los usuarios que se conectan a dispositivos y proyectado en unas gafas especie Google Glass. Se conectan, mediante una extraña diadema o sensor de realidad virtual, a las sensaciones que les reproduce el aparato y con ello pueden ver todo tipo de hechos que, en efecto, sucedieron en tiempo real: asesinatos y violaciones, por ejemplo, que son las real movies más solicitadas por el underground tecnológico de esa ciudad cinematográfica.

 

Suena macabro que se haga realidad; es fantástico para los que se encuentran sumergidos hasta el fondo de la Sociedad del Olvido. Sales de tu casa, te diriges a la escuela o al trabajo u otro destino. Caminas sobre el delgado hilo de la amnesia. Has llegado, pero nunca fuiste consciente de lo que ibas sintiendo en el trayecto. La ciudad te devora, te engulle y luego te vomita a eso que llamas realidad concreta. Te arroja a un espacio neutral de sobreinterpretación; a un lugar de calderas, tubos, vapor y gente. Así es la ciudad horizontal, esa en que nuestro yo sólo es una sintaxis estadística en busca de excepción.

 

El argumento de Strange Days lo conecté a otro de un libro con título irrecordable donde unos antropólogos contratan a una especie de médium, que con sólo tocar los objetos es capaz de ver o recrear en su mente todo lo que está relacionado con él. Como si estuviera viendo una película en unas Google Glass activadas en su hipotálamo. La conexión que dicen sentir es tan poderosa que de pronto se describen, como si fueran transportados, a una zona perdida del centro de Europa y, en específico, a un área donde presumen estuvieron los primeros pobladores del continente. Luego comienzan a describir cómo eran esos antepasados, cómo vestían, dónde vivían, cómo eran sus mujeres y hasta el lenguaje que usaban.

 

El filósofo eslovaco Slavoj Žižek lo describe de esta forma: “¿La más paranoica de las fantasías americanas no es que una persona que vive en una pequeña e idílica localidad californiana, paraíso del consumismo, de repente empiece a sospechar que el mundo en que vive es un montaje, un espectáculo organizado para hacerle creer que vive en un mundo real, mientras, en realidad, todos los que le rodean no son sino actores y extras de un gigantesco espectáculo?”.

 

Otra película: El séptimo sello, de Ingmar Bergman, en específico el diálogo del caballero y la Muerte:

 

-¿Quién es usted?-, pregunta el caballero.
-Soy la Muerte.
-¿Vino a buscarme?
-He caminado mucho a su lado.
-Eso lo sé.
-¿Está listo?
-Mi cuerpo lo está, yo no.

 

La Muerte da un paso y amaga con llevarse al guerrero pues levanta su enorme brazo enfundado en una larga capa oscura. “Espere un momento”, interrumpe el soldado.
“Todos dicen eso, pero no propongo las cosas”, ataja la Muerte, pero el inteligente señor la reta a jugar una partida de ajedrez, “si pierdo me lleva”. Ya expresaba Jean Baudrillard en La transparencia del mal: “Si me pidieran definir a mi época, diría que vivimos después de la orgía”. Necesidad de reinventar lo que sentimos y vemos, ser otros. Perdernos en la orgía de las imágenes y la experiencia de los demás y llegar, de forma paradójica, a lo que podemos ser nosotros.