En México, el concepto desarrollo no existe para efectos prácticos. Se cree que el desarrollo es colar cemento, cortar el listón a una gran obra de infraestructura o crear determinado número de empleos, la mayoría temporales. En los cálculos de beneficiarios de la obra, incluso, aplica la frialdad: se suman completas las poblaciones de los municipios “beneficiados”, como si todos los habitantes del municipio fueran realmente beneficiarios de la misma, lo que sólo podría ocurrir si se vinculara infraestructura con desarrollo urbano.
Con ese optimismo fue presentado hace unos días el Programa de Inversiones en Infraestructura de Transporte y Comunicaciones, cuya inversión se estima en 1.3 billones de pesos. Uno voltea a ver a los países que han tenido crecimiento sostenido por encima de 10% y es notorio que hacen las cosas distinto.
Una carretera, un tren, un puerto, un aeropuerto, son infraestructuras que, de entrada, generan valor. Se invierte un recurso y cambian los valores de la tierra, hay ganancias económicas y sí, en efecto, aportan al Producto Interno Bruto de una región o de un país. El quid está en qué hacer con esas ganancias y cómo vincular la infraestructura con el comercio, el empleo y la vivienda.
Está bien que los particulares ganen con las inversiones públicas. No juzgo el beneficio privado. Lo que sí puedo juzgar es el limitado beneficio público. Buena parte de los 1.3 billones serán inversiones con presupuesto gubernamental, lo cual tendría que estar obligando a la máxima productividad. ¿Cómo hacemos que cada peso público invertido nos genere la mayor cantidad de pesos de vuelta?
Nunca en México ha habido estrategias de “captura de valor”. En México son los particulares los que especulan con la tierra, no el gobierno. Tener un baldío en una zona de valor creciente sería válido si fuera propiedad del gobierno y formara parte de una estrategia de financiamiento de inversiones. En cambio, es una práctica común que los particulares especulen con tierras ociosas o de baja densidad sin que haya una política fiscal que capture el beneficio de esa especulación.
Los terrenos y construcciones beneficiadas por el crecimiento de la infraestructura cambiarán su valor ¿Hacienda, Comunicaciones y Transportes, o la flamante Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano están preocupados por hacerse de reservas territoriales para financiar parte de la infraestructura? ¿Cómo se vinculan la Secretaría de Desarrollo Social y la SCT para que esta infraestructura ayude a reducir la pobreza? ¿Nos sorprende que Pemex siga ocupando un papel tan importante en los ingresos del gobierno?
¿Van a construirse unidades habitacionales encima de las estaciones de los sistemas de transporte masivo que se impulsarán en Monterrey y Guadalajara? ¿Se fomentará el comercio barrial cerca de esas infraestructuras? ¿Se están planeando parques industriales ligados a las nuevas autopistas?
Es curioso, pero hasta el momento de presentación de este programa de inversiones refleja esta desvinculación entre la infraestructura y el desarrollo: la industria de la vivienda enfrenta una grave crisis financiera derivada tanto del error de haberse volcado hacia la vivienda suburbana como de la falta de definiciones del actual gobierno. ¿Y si dialogaran los que planean las viviendas y los que planean trenes, puertos y carreteras?
La Secretaría de Comunicaciones y Transportes presenta, como cada seis años, un programa de infraestructura que no se vincula con el desarrollo urbano. No nos sorprendamos de que el país no pueda alcanzar un crecimiento sostenido y ni de que la pobreza no se reduzca.
El desarrollo no sólo lo hacen las grandes inversiones, lo hace la economía a nivel micro. Esas carreteras que generarán los empleos que presume el gobierno federal también deberán impulsar el crecimiento calle por calle.
Planear el desarrollo complementario es lo que falta en toda esta ilusión “cementofálica” que vivimos sexenio tras sexenio, ver a la gente que usará el cemento colado, hacer que la infraestructura se vincule con la vivienda, el comercio de a pie y que los recursos públicos invertidos tengan un máximo retorno en beneficio de la sociedad.