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Salió sin desayunar esta mañana, pero ya se encuentra trabajando en algún crucero de la Ciudad de México. Justo en el momento en que la luz roja del semáforo se pone él se acerca despacio, como bailando, frente a los automovilistas que lo miran detrás de los parabrisas como un clon de Cantinflas, ese personaje de arrabal de Mario Moreno, quien dijo haber nacido un 12 de agosto de 1911 en una familia pobre de seis hermanos, hijos de un empleado de Correos, José Pedro Moreno, y de Soledad Reyes. Aprendiz de torero, buen jugador de billar, boxeador amateur y creador del cantinflismo: el arte de hablar y hablar sin decir nada.
-¿Mi nombre?-, pregunta -¿Para qué? eso no importa: soy el personaje de Cantinflas. Sale de su casa todas las mañanas disfrazado del antihéroe de vecindad que se convirtió en una estrella del espectáculo mexicano desde los años 30 del siglo pasado; luego pasó a la televisión, las historietas cómicas, caricaturas y después de 60 años sus películas continúan en la programación de las señales abierta y de paga.
-Vivo por Lomas de Plateros, chato, a’i está el detalle-, responde cuando se le pregunta en qué zona de la metrópoli vive y se lanza de nuevo contra los automovilistas que han detenido la marcha unos minutos en lo que vuelve a ponerse la luz verde. Su camisa blanca de mangas largas ajustada resalta el tamaño de su lonja y sus pantalones arrugados no le caen sobre la cintura, sino a la altura de las caderas. Sus bigotes parecen dos fragmentos de cejas que se mueven con pausada gracia en medio de un ambiente de esquizofrenia sónica.
Cantinflas es la parodia de la clase baja, de los léperos, de los antihéroes del arrabal, las vecindades y el barrio de las colonias populares de la primera mitad del siglo XX chilango. Algunos aseguran que el nombre que usó Mario Moreno para su personaje salió del ambiente donde los hombres se emborrachaban como si no hubiera mañana; de ahí el “¡Cuánto inflas!”, algo así como c´ant´inflas. Con el tiempo, se ha vuelto una mofa, un escupitajo programado desde hace al menos 50 años cada semana en la televisión, un virus correctivo para los que buscan desapegarse del estereotipo del individuo carente de inteligencia.
“Llevo apenas una hora en este lugar, la gente me da dinero por hacerla reír”, añade, aunque en esta ocasión ya no dice el clásico “…chato”, ni semicierra los ojos como hacía Mario Moreno cuando escudriñaba la mirada de las personas.
¿Y cómo lo observa la gente? “Siento que no me ven; llevan tanta prisa siempre que me siento alguien invisible junto a ellos. Corren. Corren. Corren. No miran nada, por eso muchas veces me tengo que cruzar en su camino para sacarlos de su rutina. Han sido pocas veces las que me han parado en la calle para preguntarme por mi personaje”. Apenas dice esto y se acomoda ese pedazo de trapo sobre el cuello al que llama “gabardina, no es un trapo”.
“Es bueno reír, chato. Es bueno para el alma acorralada en esta gran ciudad”, concluye. Se despide, da la vuelta, recoge su botella de agua colocada bajo un árbol y camina en contrasentido. Algo en su caminar se parece al de Chaplin. Éste no es el defensor de los pobres que pintó Diego Rivera en un mural del Teatro Insurgentes en 1953, pero es un defensor de la libertad del individuo a ser el personaje que elija y llevado al extremo. Es un Cantinflas que se desplaza por el Distrito Federal como el eco de un ser creado para hacer divertir a los demás. Mario Moreno murió el 20 de abril de 1993, pero su avatar sigue vivo, quizá porque mientras exista el antihéroe de arrabal que levanta la voz contra las injusticias existirá.