Seguramente usted los conoce, o peor aún, los ha padecido. Si no, va una escena recurrente de la cotidianidad corporativa mexicana para que pueda identificarlos. Frente a un problema de baja productividad, los directivos de una compañía convocan una junta de emergencia. Tras horas de deliberación, un ejecutivo, por lo general de reciente ingreso, pide la palabra. Con tono serio y arrogante, sugiere que el problema principal de la organización es la falta de compromiso. Y argumenta: “No necesitamos empleados ‘Godínez’ que sólo vengan a calentar el asiento, sino workaholics apasionados que lo den todo por la empresa. ¡Sólo así creceremos!”
El workaholic -esa persona que ve al trabajo como origen, desarrollo y fin de toda su vida- es un ejemplo de uso recurrente entre directores que desean motivar a empleados “poco comprometidos”. Es una tontería. El workaholic es algo más que un “adicto al trabajo”: es una variación patológica de la idea del entrepreneur cool al estilo de Richard Branson o el fallecido Steve Jobs; un ser sin vida personal que “trabaja por pasión y no por dinero”; una invención posmoderna que no funciona en el mundo real y que nunca ha rendido resultados; un pasivo, pues.
Annita Roddick, la fallecida fundadora de The Body Shop y autora de Business as unusual, escribió: “Un empleador eficiente debe de buscar personas equilibradas con prioridades que vayan más allá del trabajo. En lo personal, no contrato gente que se vea a sí misma con un alto grado de pretensión. A esos los mando con mi competencia, pues generalmente matan la chispa creativa que me gusta asociar con mi trabajo, pero que no necesariamente se nutre dentro de la oficina”.
Colin Powell también desconfía de los workaholics. Cuando asumió el puesto de secretario de Estado de la administración de George W. Bush, en 2001, le dijo a su staff: “¡Dios me salve de los workaholics! Si creen que con pasar todo el día en la oficina van a impresionarme, se equivocan. Prefiero colaboradores que trabajen con inteligencia y cuenten con la solidez sicológica y emocional que produce una vida bien balanceada”.
Y es que, como sugiere Powell, el workaholic es una persona inestable. De acuerdo con Bryan E. Robinson, autor de A Guidebook for Workaholics, Their Partners and Children, and the Clinicians Who Treat Them, “es un enfermo que busca lidiar con los fantasmas de su subconsciente a través de la adicción al trabajo”.
Su adicción, al igual que sucede con un drogadicto, termina por empujarlo a un comportamiento irracional y peligroso que poco o nada tiene que ver con la productividad. Los workaholics podrán destacar por su disposición a trabajar 14 horas diarias, pero rara vez resaltan por una idea brillante o la formulación de una estrategia que implique un salto cuántico en el progreso de la compañía. El error del workaholic es que se toma demasiado en serio, y cuando una persona se toma demasiado en serio, pierde la noción de lo que es importante. El proceso se torna más importante que la razón de ser del mismo. Esa visión puede llevar a la ruina a cualquier empresa.
En síntesis, una persona requiere de un tiempo y espacio ajenos al entorno laboral para recargar baterías creativas y sentimentales. No importa cuánto nos guste nuestra carrera, todos necesitamos desintoxicarnos del trabajo. La única manera de conseguir esto es alejándose de la oficina. Así que si en la próxima junta de su compañía ve a un tipo insoportable con la intención de realizar una apología del sacrificio laboral, recuérdele que incluso Richard Branson se da su tiempo para viajar en globo, pilotear su avión o correr coches de carreras.