La presidencia de la República publicó -en ese extraño uso que realiza en su cuenta oficial de twitter- una serie de recomendaciones para quienes desean cancelar una tarjeta de crédito. Bien decía el poder ejecutivo convertido en 140 caracteres que nadie podía impedir que uno no quisiera más un servicio.

 

Aunque, si lo pensamos bien, si hay alguien que puede contradecirnos: nosotros mismos y nuestra voluntad pasada. Esa que queda testificada por nuestra firma.

 

La gran mayoría de personas en el mundo, no sólo en México, firma contratos de artículos de consumo y de servicios sin tomar muy en cuenta el contenido de los mismos. Es más, a partir de la proliferación de atractivas ofertas bancarias, uno da el sí sin leer, antes, nada de lo ofrecido que, a la larga, puede ser una sentencia de pago incosteable.

 

Lo mismo sucede con los servicios de televisión por cable, telefonía celular, internet, transporte escolar, entre muchos otros. Una lista interminable de ejemplos donde nos esclavizamos a cosas que no queremos sólo por no poner atención.

 

Por no leer la letra chiquita.

Durante la semana, medios y sociedad caímos en esto.

 

A la mitad de un viaje trasatlántico, luego de una enormemente exitosa gira por Brasil, el Papa Francisco dio una improvisada conferencia de prensa en el avión que lo llevaba a Roma. Cosa extraña porque, hasta la época de Benedicto XVI, el Pontífice no respondía preguntas que no fueran formuladas y aprobadas con anterioridad.

 

Ahora, Bergoglio sorprendió a todos y, uno que otro periodista, quiso sorprenderlo o jugar a ello con preguntas sobre el Banco Vaticano, las mujeres y el sacerdocio y, por supuesto, el lobby gay.

El Papa Francisco jugó a lo profesional y a la desmemoria. Afirmó que no era nadie para juzgar a los homosexuales y que el catecismo lo decía de una forma hermosa.

 

A los periodistas se les olvidó -o, en el avión se les dificultaba- leer la letra pequeña del catecismo que, a propósito, incluyó esas menciones a los homosexuales hace dos décadas, en una reforma hecha por Juan Pablo II.

 

Ahí, en el apartado 2359, el catecismo católico afirma ‘Las personas homosexuales están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana’.

 

De una forma hermosa dice que hay de amores a amores.

Obvio, la declaración de Francisco levantó voces que, sorprendidas, decían que era un avance hacía la inclusión de la comunidad homosexual en el seno cristiano. Si leemos la letra chiquita ya lo estaban pero no en condiciones de igualdad. Si acaso, su única igualdad sería con sacerdotes y monjas que, al igual que los gays, debieran ser célibes para poder cumplir con su misión en la tierra de llevar la palabra del señor a todos.

 

Puede que para muchas conciencias conservadoras de América Latina, la declaración del Papa sea un alivio. luego de una persecución familiar y grupal de miembros homosexuales en un núcleo familiar, la afirmación del Pontífice da a ese sector social -que encontramos en particular en México en el bajío y occidente- la salida para tolerar -que no a aceptar- a sus miembros que, el mismo catecismo al que se refiere el Papa, considera con conductas desviadas.

 

El tema da para polemizar y encontrar sus propias conclusiones. Habrá quienes concilien, acuerden y defiendan esta postura como una apertura necesaria de la Iglesia hacia un sector social que, en estricto sentido, es de las minorías más polémicas en este inicio del Siglo XXI.

 

Sin embargo, no tendríamos que hacernos tantas bolas sobre cómo debe ser tratada la comunidad homosexual: con el mismo respeto y con los mismos derechos que tiene cualquier ser humano.

 

Y eso, para que no quede duda, lo sintetizo en las palabras de alguien que vaya que es más revolucionario que el Papa.

 

“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Y esa, sí, no es letra pequeña.