Hace ya varios miles de años, el ser humano se dio cuenta de que la indumentaria tenía un uso distinto al decorativo, esa razón que lo había llevado a vestirse por primera ocasión. Cubrirse con mamuts, cebras, conejos y otros animales que había cazado no sólo lo adornaba con sus colores, matices y brillos, sino también lo protegía del medio ambiente.

La aparición del traje modificó dramáticamente la existencia de nuestra especie. A partir de él, la vida cambió en definitiva. Y es que nuestra relación con la realidad jamás volvió a ser la misma. Entre el cuerpo y el entorno habría ya, para siempre, un intermediario, un intruso.

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Según Marshall McLuhan, la ropa es una extensión de la piel que “puede considerarse a la vez como un mecanismo de control térmico y un medio de definirse socialmente”. Según precisó el filósofo canadiense, “la ropa y la vivienda son casi gemelos: la vivienda extiende los mecanismos internos de termorregulación del organismo mientras que la ropa es una extensión más directa de la superficie externa del cuerpo”.

Pero la piel, el órgano más extenso que tenemos, no sólo tiene como funciones aislar nuestro organismo del exterior y regular la temperatura. Es también un canal de comunicación. Sin ella, el sentido del tacto no existiría. Le debemos saber qué es el frío y el calor, la humedad y la resequedad, los golpes y los besos.

Tomada por cierta la teoría de McLuhan, la vestimenta es, si bien no una ampliación del tacto en sentido estricto, sí su gran modificador. Por extraño que parezca, a través de las prendas sentimos y, desde luego, dejamos de sentir. No es exagerado ver el grosor de una tela como el espesor de la epidermis y la trama y urdimbre de un tejido como la abertura de nuestros poros.

Aunque estamos acostumbrados a estar casi permanentemente ataviados, no hemos perdido la sensibilidad de percibir lo que nos cubre. No sólo diferenciamos una pieza grande, como un abrigo, de una breve como un bañador. También reconocemos e interpretamos los materiales de los que están hechas.

Una lana nos remite al invierno, mientras que un algodón, al verano. Igualmente, la mezclilla nos reviste de comodidad; el cuero, de rebeldía; el látex, de sensualidad y las plumas, de elegancia. Jamás nos pondríamos una pijama de franela para seducir a alguien porque nuestra propia piel nos diría que estamos tapados con otra intención.

Pero más significativo que esto, la vida de una prenda sobre nuestra piel nos permite saber qué pasa a nuestro alrededor. Así podemos percibir tantos elementos y situaciones como con la vista, la audición, el olfato y el gusto. ¿Quién se atreve a negar que la intensidad del roce de una seda nos permite diferenciar el simple soplo del viento de una caricia del ser amado?

No hay duda, pues, que la ropa es una segunda piel. Más que sentir, a través de ella podemos vivir.

 

Segunda piel high tech

En la década de los años 60 del siglo pasado, un grupo de diseñadores conocidos como los futuristas intentó adelantarse al devenir de la vestimenta. Inspirados por la era espacial, estos creadores imaginaron diseños que más parecían trajes para llegar a la Luna que para ataviarse rumbo al nuevo milenio.

Llegó el año 2000 y la vestimenta nada tenía que ver con aquella propuesta por nombres como Pierre Cardin, André Courrèges y Paco Rabanne. La moda del futuro terminó siendo de prendas de apariencia más bien sencilla, pero de composición compleja y funciones visionarias.

Desde los años 70, el avance de la ciencia ha hecho posible el desarrollo del guardarropa tecnológico que comprende tanto weareable computers (ordenadores vestibles) como moda inteligente. Esta última comprende piezas capaces de responder a determinados impulsos ambientales u orgánicos.

De esta manera, hoy son posibles hazañas tan sorprendentes como que un textil cambie de color según el ritmo cardiaco o que las fibras de un tejido se abran o cierren según la temperatura corporal. Así como a través de moretones, enrojecimientos y comezones nuestra piel solía comunicarnos parte de lo que nuestro cuerpo sentía, hoy la ropa puede hacer lo propio.

La moda inteligente es, como nada más, una extensión de nuestra piel. Las prendas de este tipo no sólo pueden ayudarnos a sentir lo que hay en nuestro exterior. También pueden coadyuvar a revelar lo que hay en nuestro interior.