Existe un elemento perturbador que aparece con frecuencia en el grueso de los contenidos que promueven el éxito en los negocios (libros, congresos, cursos): todos se basan, en mayor o menor medida, en ser mejor que los demás. No sólo se trata de establecer un  negocio productivo, materializar una idea, hacer dinero para llevar una vida confortable o constituir una organización que perdure en el tiempo –razones por las que por lo general se establece una compañía o se busca alcanzar un puesto ejecutivo-, sino de despertar la admiración y envidia de los demás; de alcanzar un estatus que nos permita decir que hemos triunfado en la vida, que somos ganadores. La ansiedad que produce el escenario de ser un “fracasado” es quizá el componente más poderoso de la insatisfacción existencial que experimenta el adulto productivo de clase media. Existen pocos deseos más intensos que el de ser considerado un ganador, y pocos miedos más potentes que el de ser percibido como un perdedor. La dinámica resulta peligrosa en un contexto en el que la “victoria” o la “derrota” no están relacionadas indefectiblemente con el valor personal o las posibilidades factibles de triunfo. Me explico. El grado de desarrollo de una sociedad descansa en buena medida en su grado de movilidad  social; es decir, en construir una “meritocracia” que premie el esfuerzo individual con un estatus alto y una posición económica desahogada. Los países más desarrollados cuentan con una meritocracia más funcional; los más pobres, en cambio, son presa de las castas y los monopolios en lo referente a la distribución de la riqueza. Ahora bien, la meritocracia es un ideal a alcanzar, no una realidad consolidada. Las sociedades cien por ciento meritocráticas no existen. Incluso el país más justo del orbe carece de un sistema que garantice que el trabajo y la inteligencia son suficientes para obtener el estatus deseado. Según Alain de Botton, autor de La ansiedad por el estatus y catedrático de la Universidad de Londres, la sociedad moderna ha inventado una idea que puede ir en detrimento de su propia perdurabilidad: no importa de dónde provenga uno, cómo luzca o quiénes sean sus padres, lo fundamental es que todo puede ser distinto si se tiene la voluntad para lograrlo. Es una idea que seduce por su optimismo. Es, de hecho, la piedra fundacional del “sueño americano”. Pero, al mismo tiempo, es una idea cruel, porque la mayor parte de nosotros no puede, por más que quiera, transformar su vida. Como bien apunta De Botton, es hora de comenzar a redefinir lo que entendemos por éxito, no tanto por una idea moralista del deber ser, sino por una cuestión de sanidad existencial: “Es muy peligrosa una sociedad que insiste en que todo puede ser distinto dependiendo de nosotros; causa enormes niveles de ansiedad y depresión. Hay gente mejor que otra en distintas áreas, y hay gente que merece un alto estatus, o respeto de los demás, y otra no. Pero sí cuestiono cómo el estatus de una persona en la sociedad está determinado hoy en día”.

 

Visto de manera obtusa, el asunto del “éxito personal” no debería ser motivo de reflexión en una columna de negocios; observado con detalle, resulta crucial. La Responsabilidad Social Empresarial (RSE) es una cultura de gestión orientada a promover, entre otros temas, el desarrollo y bienestar de los integrantes de la organización. El tema de expectativas de carrera y superación profesional posee una relevancia particular si queremos contar con instituciones que contribuyan a la armonía y sanidad de sus integrantes. Desterrar la actual obsesión por el estatus, a la vez que se construyen las condiciones para acercarnos más a un ideal meritocrático que promueva la movilidad, es un buen punto de partida.

 

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