Muchas décadas de práctica psicoanalítica reflejan dos cosas: cierto conocimiento de mis pacientes cuando entran a la edad adulta, por un lado, y el hecho irrenunciable de que yo mismo he entrado a ese periodo de la vida. Por tanto, algo puedo decir al respecto; sin embargo, trataré de evitar rasgos técnicos, médicos, y buscaré que la reflexión sea un tanto personal.
Los trucos de la edad resultan justamente eso: trucos. No siempre es posible reconocer claramente en nuestra vida en dónde acaban, en un plano psicológico, las actitudes del niño interno y en qué momento nos volvemos entes un tanto más responsables. Si acaso, hay algo de niño, hay algo de adulto y hay algo de viejo en cada uno de nosotros.
Digo lo anterior porque la materia psicoanalítica difícilmente trata de otra cosa que no sea una lucha intestina entre las edades del hombre. Los primeros pasos de la neurosis se van gestando junto con los primeros pasos, mientras que su conflicto en pleno sucede cuando la persona se convierte ya en un ente un poco más reflexivo; la labor de un analista no es otra que tratar de hacer consciente lo infantil en lo adulto y subsanar un poco la brecha existente, a nivel emocional e inconsciente, entre ambos mundos.
Sin embargo, este esfuerzo complicado también tiene una ejecución centrada en algo específico: es mejor controlar al niño dentro del adulto cuando, a su vez, el adulto es joven. Si no, los años van haciendo al niño más necio, más aferrado, más chocante e insoportable y el resultado lo padecen muchos: se llama vejez.
El adulto mayor es, en muchos sentidos, un niño. Teme a cosas a las que teme un niño (regresan fobias ridículas, como a la oscuridad y a la soledad), mientras que desafía otras que, también, a un infante parecerían importarle poco (en muchos casos, asuntos como el dinero y las relaciones amorosas). Se relaciona con los demás con el cariño de un niño, y falta en muchos momentos a sus responsabilidades (de salud, de dinero, de tiempo) como un niño. La vejez bien llevada es como unas largas vacaciones de verano escolar.
Aun cuando parezca denostada, hay algo de suma importancia en la etapa adulta, que se ve reflejado en la vejez: los años productivos. Porque se dice mucho de la sabiduría una vez que la edad se convierte en un factor de peso, pero lo cierto es que cualquier dejo de callo y de entendimiento (y aquí vale la pena subrayar en mucho el concepto de dejo, impresión, matiz o detalle) se forma no en la etapa de la vejez, sino en la de las edades productivas. Esos años, que pueden transitar entre los 25 y los 55 de edad, son los que en verdad distinguen a un viejo de un niño.
Lo anterior parece una obviedad, pero dista mucho de serlo: en nuestra sociedad y en nuestro mundo es muy común, lo más común, no trascender de la primera etapa, la de los infantes y la de la primera pubertad. Al menos, no trascenderla de forma integral: sucede que el hombre exitoso en lo material y laboral no lo es en lo familiar; que el buen padre de familia no logra brincar los obstáculos de su trabajo o su frustración primaria, etcétera. De ahí que el viejo, cuando no disfruta de una buena estructura de vida para respaldarse, se pueda ver enfrentado a un terror durante sus últimos años.
Porque, volvemos a lo mismo, es como un niño en muchos aspectos. Depende de otros para muchas actividades; es consciente de su vulnerabilidad, y la imagen de sí mismo (para evitar, como hasta ahora, cualquier término técnico y académico) se ve acentuada como cuando un adulto se encuentra en peligro constante. Es un niño. Una suerte de niño.
Para evitar, entonces, que el ocaso sea demasiado duro, las reglas son tan sencillas y complejas como la vida misma: hay que librar el mayor esfuerzo, el más feliz de ellos. Nunca hay que abandonar la búsqueda por conocernos y por tratar de madurar en la mayor cantidad de rubros posible. Hay que vivir, pues, aunque sea un lugar común, con la máxima de nuestras aspiraciones.
Así, la vejez se vuelve una hermosa y segura despedida de este mundo, tan complejo.