Negarlo sería de auténticos necios: Gravity es una experiencia cinematográfica como probablemente nunca habíamos visto. Sólo basta esa secuencia inicial donde la cámara no sabe de límites, flotando libremente por todos los ejes, cambiando a capricho entre primera y tercera persona, sin cortes, en un plano secuencia que -aunque artificial- nos entrega los 13 minutos más emocionantes, viscerales, dramáticos, portentosos que hayamos vivido en mucho tiempo.
La cámara de Emmanuel Lubezki nos transporta a terrenos donde -tal vez- sólo el más ambicioso Max Ophüls habría soñado alcanzar. La música (por momentos mucho más importante que la imagen) es el gancho indispensable con el que Cuarón atrapa a su público para jugar caprichosamente con nuestros estados de ánimo. El 3D es el ingrediente final que hace el experimento aún más efectivo.
No hay duda, técnicamente Gravity es una maravilla absoluta.
Pero cuando ello termina (y mucho de ello termina justamente luego de esos 13 minutos) uno se encuentra ante la nada. Todo ese esfuerzo técnico y humano está al servicio de una trama tan vacía y tan ligera como el espacio mismo.
Tan es así que la primera pregunta que uno se hace al salir de ver Gravity no va sobre los personajes o su historia, no va sobre ese pretendido subtexto (bastante pobre) que hace guiños a temas como la religión, la muerte y la vida (en tono new-age); no, lo que nos interesa saber es cómo lo hizo o, más importante aún, saber dónde está la fila para subirnos otra vez a esa montaña rusa tridimensional y vivir de nuevo aquellos 13 minutos iniciales.
Gravityestá mucho más cercana a James Cameron que a Kubrick o a Tarkovsky (con quienes muchos medios se han empeñado en comparar al director). Estamos ante un Cuarón que, fascinado con su imaginario visual y técnico, deja para después la sustancia. ¿Cuál es el objetivo de todo esto?, ¿hacer un comentario sobre el mundo global?, ¿sobre Dios y la religión?, ¿sobre las torres de marfil en las que reposa el programa espacial?, ¿o simplemente se trata de “vivir la experiencia”?
El reto intelectual que plantea el filme no está a la altura de su sofisticación visual y técnica. Ello probablemente se deba a que, por más que se le quiera ver de otro modo, Gravity en realidad no es una película de ciencia ficción, se trata más bien de una cinta de desastres y de aventura, en el mejor espíritu de Infierno en la Torre (Guillermin, 1974), Poseidon (Neame, 1972), o incluso de cintas de sobrevivencia extrema como 127 Hours (Boyle, 2010) y Buried (Cortés, 2010). El destino de la doctora Ryan Stone (Bullock) o de Kowalski (Clooney) nos es relevante en cuanto puedan o no sortear las misiones que el guión plantea: un videojuego filmado con todos los recursos que el cine puede proveer.
El gran triunfo de Cuarón es su mercadotecnia. Encerrado tras el velo de “el proyecto secreto del director mexicano” y luego de esa obra mayor que es Children of Men, la expectativa se ha desbordado al grado de exageraciones varias: desde equiparar al director con Kubrick, hasta el ya muy resobado “clásico instantáneo”. En todo caso es de notar la plusvalía que el nombre “Alfonso Cuarón” tiene hoy en día.
Por mérito propio, Gravity tendría que ser nominada al Oscar en todas las categorías técnicas, así como en las de Mejor Actriz (Bullock), Mejor Fotografía y Mejor Director; pero todo ello no la hará trascendente más allá del fenómeno y la experiencia. En el mejor de los casos (como sucedió con Avatar), vendrá después algún cineasta que retome el bagaje técnico y haga una cinta mucho más ambiciosa en lo narrativo y menos vacía en las ideas.
Gravity (Dir. Alfonso Cuarón)
3.5 de 5 estrellas.