A principios de este año (marzo de 2013, para ser exactos) hicimos en este espacio la pregunta: ¿Para qué sirven los festivales de cine en México?; en aquel texto no sólo dimos cuenta del creciente número de festivales de cine que se llevan a cabo en nuestro país (82, según cifras de 2012 proporcionadas por el Imcine), sino que además cuestionamos tanto su organización como sus motivos: ¿acaso nuestro país se está convirtiendo en un país cinéfilo?, ¿los mexicanos acuden más al cine, ven mejor cine, ven más cine mexicano?, ¿o más bien organizar festivales de cine resultó ser un gran negocio?

 

Aquella vez cuestionamos también el manejo que estos festivales tienen para con la prensa (cuyo proceso de acreditación es parecido al de entrar a una cofradía) y también criticamos a la prensa que cubre estos eventos, a quienes en su mayoría se les encontrará en las fiestas, pero nunca viendo películas.

 

Hoy valdría la pena hacerse una nueva pregunta: ¿para quién están dirigidos los festivales de cine en México?

 

La semana pasada acudí al Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM), evento que cumple 11 años de llevarse a cabo y que es organizado tanto por el gobierno del estado como por la empresa Cinépolis con el apoyo de varios patrocinadores. Hoy, como hace 11 años, los mismos vicios siguen presentes: boletos inexistentes, funciones canceladas, cambios de horario sin previo aviso, atrasos de hasta una hora para iniciar la proyección o -lo más grave- salas llenas con gente que, a pesar de haber pagado su boleto, tiene que ver la película en el piso o sentada en las escaleras.

 

¿Cómo es posible que esto suceda en un festival con 11 años de experiencia?

 

Es común que a las nueve de la mañana, cuando recién se abren las taquillas del cine Centro Morelia, ya no haya boletos disponibles al público para ninguna sala y en ningún horario. Aquellos que tuvieron el tino de comprar sus boletos en línea (con tarjeta de crédito) dos semanas antes del festival, tienen al menos el pase asegurado, pero aquellos ingenuos que acudan a las taquillas, no encontrarán nada.

 

No todas las salas se llenan de inmediato, hay funciones que arrancan con varias butacas disponibles aunque en taquilla se reporten como agotadas. ¿Cómo es posible esto?, ¿quién tiene entonces los boletos del Festival de Morelia?

 

La explicación es simple, el aforo total de cada sala se divide en tres: lugares reservados para los VIP, lugares reservados para la prensa VIP y los sobrantes para la venta a público general. Pero ¿qué pasa si la cantidad de invitados sobrepasa los previstos?, no hay problema, este festival pertenece a los VIP, por lo que no importa que el público -aun con boleto pagado- tenga que ver la película en el suelo o en las escaleras.

 

Esa preferencia hacia los invitados especiales es entendible cuando analizamos este evento bajo otro enfoque: más que un festival de cine, el de Morelia es un evento de relaciones públicas, un branding de la marca Cinépolis que año con año organiza para posicionarse con sus patrocinadores, accionistas, aliados. Todo gira alrededor del cine, cierto, pero el público queda relegado a un segundo o tercer sitio.

 

Algo está podrido cuando en un festival de cine no se puede hacer la actividad básica: ver cine. Algo se está haciendo mal cuando las únicas dos opciones para el cinéfilo común, para el que no va acreditado, el que no va de prensa, el que no es una celebridad, sean el suelo o la calle. Algo debe de cambiar para que en el Festival de Morelia el importante sea el público y no los del gafete VIP.

 

Porque a nivel corporativo, el FICM probablemente sea muy exitoso, pero en cuanto al trato a su público y el respeto mínimo a sus asistentes, es un singular fracaso.