Es una preparación que tiene antecedentes en las ofrendas que los antiguos mexicanos ofrecían a los difuntos y a los dioses. Era costumbre la elaboración de una argamasa de semillas de amaranto molidas y tostadas y la sangre de los sacrificios en honor a las divinidades como Huitzilopochtli.
Los conquistadores españoles, por supuesto, rechazaron esta costumbre, pero como parte de su labor evangelizadora adaptaron los conceptos paganos a los preceptos y hábitos de la fe católica. La preparación indígena fue sustituida por un pan de trigo bañado de azúcar y sutilmente coloreado en rojo, en referencia a su antecedente pagano. Fue el origen del pan de muerto que hasta hoy en día forma parte de las ofrendas y los gustos del 31 de octubre y el 1 y 2 de noviembre.
La preparación ha tenido una evolución a través de los siglos, considerando también las costumbres en cada zona del país. Esencialmente, el pan de muerto que actualmente se consume en la mayoría de las celebraciones conserva un significado esencial: la bolita que se sitúa en la parte superior del pan simboliza el cráneo, las canillas son los huesos y el sabor a azahar expresa el recuerdo de los difuntos.
Sin embargo a lo largo de la geografía mexicana podemos encontrar diversas expresiones, asociadas con el tema de la naturaleza, la familia y los mitos ancestrales. Existen panes de referencia antropomorfa, es decir, que representan seres humanos; zoomorfos, con formas de animales como aves, conejos y perros, entre tantos otros. Son panes propios de poblaciones como Tepoztlán y Mixquic, reconocidas también por sus fiestas mortuorias, llenas de tradición y arraigo.
Manifiesto de ingenio, fervor e identidad, el pan de muerto es expresión de regocijo y oficio gastronómicos: ofrenda de difuntos y placer de los vivos en una fiesta donde la muerte deja una fragante estela azucarada.