Un grupo de personas, pertenecientes al departamento de limpia del IFE, arrancan los letreros con los nombres de Alfredo Figueroa, Macarita Elizondo y Francisco Guerrero Aguirre. Con escoba y mechudo en mano se preparan para quitar el polvo en las oficinas de los otrora consejeros electorales.

 

Luego de ponerlos en una bolsa negra de basura, el personal de limpia, ataviado con un traje rojo con gris, ingresa a las oficinas, en las cuales, se ha perdido todo rastro de quienes ocuparon esas instalaciones.

 

Apenas el jueves, en sus lugares de trabajo lucían montañas de papeles, folders, libros y artículos personales de los consejeros; hoy sus oficinas huelen a Maestro Limpio, mientras que algunos muebles fueron arrinconados y otros llevados a reparación a la espera de que los diputados nombren a los cinco miembros faltantes.

 

Aunque el IFE trabaja “a medias” por la falta de cinco de sus miembros y los consejeros se quejan de la “sobrecarga” de trabajo, en sus instalaciones permea un ambiente relajado. Ni se nota que el instituto vive la peor crisis de su historia.

 

La mayoría de oficinas permanecen cerradas, ninguno de los siete representantes de partidos ni sus asesores se encuentra en el Instituto. Como lo refieren sus propios ayudantes administrativos, “sólo van cuando hay sesión”.

 

Al recorrer los pasillos donde se encuentran los cubículos de los consejeros, los cuatro están dentro de sus oficinas. Marco Antonio Baños dedicó su día a revisar el esquema de presupuesto que negociarán con la Cámara de Diputados, “yo todos los días estoy aquí”, asegura.

 

La consejera María Marván trabajó con su equipo “sobre transparencia, sobre las solicitudes de los ciudadanos y estoy revisando como nos vamos a organizar los consejeros que nos quedamos”.

 

Con la mayoría de oficinas vacías y cuatro consejeros que tendrán que trabajar doble, el IFE enfrenta el desafío más grande de su historia: vigilar la vida democrática del país a sólo la mitad de su capacidad.