Si le preguntáramos a los directivos empresariales mexicanos qué significa ser una empresa global, la mayoría respondería que equivale a ser una organización que opera en mercados extranjeros.

 

Es un error conceptual que desnuda nuestro retraso y estrechez de visión. En su acepción más amplia, la globalización es un proceso de creciente interdependencia que orilla  a los distintos países del mundo, así como a sus organizaciones y ciudadanos,  a establecer como base de viabilidad y convivencia una serie de valores compartidos en los planos económico, político, tecnológico, social y cultural. Este proceso parte de una cadena de transformaciones en diversos frentes que confluyen durante la segunda mitad de los 80 y explotan en los 90: el fin de la guerra fría, la consecuente consolidación de la “democracia de libre mercado” como modelo a seguir por Occidente, la digitalización de la vida moderna, la omnipresencia de los medios de comunicación, la institucionalización del activismo de las minorías en torno a una mayor equidad étnica y sexual, por citar las aristas más importantes, han sido  algunas de las revoluciones que han eliminado, tanto literal como alegóricamente, las distancias que antes dividían al mundo.

 

Dramáticas todas ellas, a veces estas revoluciones se han dado de manera silenciosa pero contundente; otras, en cambio, han generado el encono de grupos que perciben a la dinámica globalizadora como un factor que sólo profundiza la concentración de capital (los famosos “globalifóbicos”); y algunas, incluso, han detonado la resistencia violenta de sociedades que las perciben enemigas su misma razón de ser, como sería el caso del fundamentalismo islámico.

 

Vivir la globalización es adoptar nuevos valores y no simplemente abrir oficinas fuera del país, ni mucho menos es limitarse a ir de compras a Houston, congratularse porque  la selección irá al mundial o poseer un iPad; significa premiar el talento y rodearse de los mejores, sean estos mexicanos, tailandeses, o chinos. No hay de otra: la oferta es global y los límites para escoger no existen.

 

El problema radica en que en México, donde la mayor parte de las compañías son familiares y se premia más el apellido que el talento, ser global, con todo lo que esto implica, resulta complicado: a la empresa se le ve como un patrimonio familiar (en el mejor de los casos), o como un botín (en el peor), lo que redunda en organizaciones menos competitivas. Ser global no se reduce a operar en el extranjero, sino que implica adoptar estándares de gestión que inserten a las empresas y las naciones  en un concierto donde todos puedan partir de una serie de mínimos que tornen tangible la posibilidad de desarrollo. Eso es, en el fondo, el alma que habita todo programa de Responsabilidad Social Empresarial (RSE). Minimizar esto equivale a caer en un sistema que poco o nada tiene que ver con el progreso y libre mercado. Que no se olvide.

 

Post Scríptum. El Instituto Superior para el Desarrollo de Internet en México (ISDI),  y The Cocktail Analysis -agencia de investigación especializada en tendencias de consumo, comunicación y tecnología- hizo públicos los resultados del estudio La compra online en México 2013. El proyecto se basa en encuestas online a 1,038 internautas avanzados entre 18 y 55 años que se realizaron en septiembre de este mismo año. De entre los resultados que destaca la investigación, sobresale que un 78% de los internautas mexicanos se informa en Internet sobre de productos y servicios que tarde o temprano terminan en una compra o contratación offline  (lo que se conoce como fenómeno ROPO: Research Online, Purchase Offline). El informe se puede descargar completo en:  http://tcanalysis.com/

 

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