El ser humano vive una desesperada búsqueda por trascender. Trascendemos por nuestras ideas y nuestras acciones. Logramos pasar décadas y eras con nuestras obras. Nuestro paso por esta sociedad en impronta.
A veces, la impronta es tan sólo una imagen.
Desde siempre, la pintura y, en específico, el retrato ha sido parte fundamental del orgullo familiar, de clan. Primero rupestre y luego en la búsqueda de los mejores pintores, artistas que, con su pincel, capturarán la inocencia, la belleza, lo lúdico y hasta lo provocativo de una persona.
Velázquez, Goya, Rembrant o Da Vinci. Cualquiera que fuera lo atrevido y capaz de encapsular la realidad en un lienzo.
Con la llegada de la fotografía, el secuestro de la imagen se masificó pero, hasta muchos años después, estaba bajo el manto de profesionales.
Kodak logró que la fotografía se volviera popular y cercana. Las cámaras portátiles y la facilidad de uso simplificaron y acercaron al consumidor a un mundo de imágenes y colores que hacían permanentes sus momentos más felices. Aún hasta el año 2000, pese a la existencia del video, la fotografía era celosamente preferida como artículo de colección y memoria tan importante como un libro o una biografía. Aún a la fecha, millones de personas en el mundo guardan en sus álbumes de fotos la historia positiva de su vida. Foto a foto, recuerdan lo que vale la pena de su pasado porque, de no ser la fotografía periodística, ¿Quién retrata malos momentos?
Todo cambió con la fotografía digital.
Con el surgimiento de las primeras cámaras fotográficas digitales, se acabó el cuidado y el atesoramiento de la imagen. Antes, al tener un número finito de fotografías por rollo, el cuidado del retrato era esmerado, prolijo, intenso. A partir de que la foto se hizo pixeles, se volvió corriente, desechable. Si en el pasado se tomaba una foto, ahora se toman 10, 100, mil, las que sean necesarias.
Los lugares mágicos perdieron brillo y el fotógrafo profesional se vio rebasado por el geek que, a través de Flickr, nos llevaba por el mundo a surtido y ojo.
Los paisajes se desgastaron y las fiestas se volvieron ordinarias, diarias, con pocas razones para acariciarlas en nuestra colección de imágenes.
Los teléfonos inteligentes fueron el fin. Los conciertos se iluminan no de encendedores, sino de pantallas de smartphones. La comida no es comida, sino objeto artístico para captura de poetas de la luz y el contraste. Las redes sociales, demandantes en contenido y con caducidad casi inmediatas, convirtieron la fotografía en la competencia diaria por la mejor imagen y el mejor lugar.
Facebook y Twitter, que viven de sucesos e ideas, usan la imagen como un auxiliar. Instagram es otra cosa. Al ser una red social dedicada al fotograma, su popularidad va ligado a que tanto queremos, como usuarios, atrapar nuestro día a día.
El problema es que, luego de fotografiar paisajes, trabajos, mascotas, colecciones, calles, arbustos, ropa, flora y fauna y comida, lo único original que queda son fotos de nosotros mismos.
Uno viéndose a uno. Reconocimiento a través del lente de un iPhone.
Una selfie.
Término usado desde inicios del siglo, la selfie es el autorretrato, a veces creativo pero las más torpe y rápido, que uno se hace de frente, en un espejo o con el lente en dirección a nuestro cuerpo. El Rembrant cibernético de nuestro tiempo.
Los Obama, los Clinton, Los Jolie-Pitt, Miley, James Franco, Gaga, Eiza González, el Papa Francisco, Geraldo Rivera, Michael Stipe con su novio para el sitio guyswithiphones, Alejandra Guzmán. El famoso que quieran. El culto a la individualidad hizo que selfie se volviera, según el diccionario Oxford, la palabra del 2013.
Lo que es un hecho es que a todos nos gustan las fotos. Las buenas fotos. A veces, creemos que somos los que mejor nos podemos fotografiar. Caemos en nuestra propia trampa.
Y usted, ¿Tiene una selfie? Mandela a @goliveros. Prometo hacer un mosaico con sus fotos.