En menos de una semana que ha pasado Andrés Manuel López Obrador alejado de todos, en una sala de terapia –primero intensiva, ahora intermedia- del hospital a donde llegó de emergencia y fue sometido a una intervención del corazón, la fuerza de la protesta en contra de la Reforma Energética y del gobierno se ha apagado. Sin el imán de multitudes, la calle no vibra, ni se emociona, ni tampoco presiona. Su ausencia en la arena de la política subraya lo sublime de su capacidad de liderazgo y, al mismo tiempo, desnuda que la mayoría de quienes lo siguen, van detrás de él por su persona, no por ideología, conciencia política o intereses de grupo. Es él, López Obrador, su razón para gritar; sin él, la calle beligerante no existe.
¿Cuál es la magia de López Obrador? Líder químicamente puro, es un político que siempre habla en términos teológicos. Es el bien contra el mal, los ricos contra los pobres, lo justo ante lo injusto. Su retórica es polar, maniquea al no tener grises ni puntos medios, pero es poderosamente seductora. ¿Quién puede claudicar ante lo injusto? ¿Quién puede argumentar moralmente que los ricos aplasten a los pobres? Como caudillo que es, se maneja en la política de forma autoritaria. Pero no se necesita ser demócrata para buscar la democracia, una definición que puede aplicarse perfectamente a López Obrador, que busca afanosamente el poder para instaurar su modelo de nación.
Su visión no es hipócrita. Congruente desde que recorría las comunidades tabasqueñas por encargo del gobernador Enrique González Pedrero con recursos para su desarrollo –dinero que siempre llegó a su destino-, López Obrador veía la política social como su prioridad, y a los más necesitados, como aquellos a quienes debía alcanzar primero una nueva sociedad de bienestar. Esta es una visión del mundo que prevalecía en México en los 70 y la mitad de los 80, desarrollada a su máxima potencia durante el gobierno de Luis Echeverría, frente a quien paradójicamente, se encuentra en las antípodas políticas.
Aquél modelo económico de hace cuatro décadas fue sepultado por un neoliberalismo que en algunos países, como México, alcanzó niveles de capitalismo salvaje. Esa ruta económica rompió al sistema y provocó la fractura en el PRI, de donde salieron las grandes figuras que llevaron a la izquierda al poder, como Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo y el propio López Obrador. El modelo se disfrazó de Consenso de Washington y al alcanzar su tope, se comenzó a desmantelar, sin regresar a los 70s, pero que dejó en el camino sociedades más pobres y más desiguales.
Esa realidad impidió que López Obrador caducara. Irónicamente, entre más interdependientes se volvían las economías, más globalizado México y más contradicciones sociales surgían, más valor adquirían el discurso y las posiciones de López Obrador. En la más de una década de ser figura central en la política, se metió por debajo de la epidermis de miles de mexicanos y emocionó a muchos más en el mundo a quienes les dio esperanza de algo nuevo. El discurso religioso penetraba directamente en la psique mexicana, donde la fusión de la cultura con la política inyectaba el combustible a la palabra de López Obrador.
Su atracción como político lo convirtió en una pieza central en el sistema de estrellas de los medios de comunicación, pese a que ningún actor público como él sea tan déspota con medios y periodistas, tan excluyente, tan parcial en la selección de con quién habla y con quién no, y tan evasivo siempre para responder directamente las preguntas que le incomodan o lo meten en contradicciones, al mismo tiempo que mantiene el mensaje contundente de ser víctima de los medios al servicio del poder, que mantienen sobre él un “cerco informativo”.
Las trampas retóricas nunca han podido ser desmanteladas, por la misma razón que los argumentos de sus adversarios en contra de algunas de sus afirmaciones, por más ciertos que sean, no tienen impacto general en contra de López Obrador: su mensaje es sistemático, constante, reiterativo. No lo formula como discurso, sino como propaganda. En la política realista, López Obrador siempre gana, y los medios siempre pierden. Pero por lo que él significa para la gente, cuya demografía cruza todos los estratos socioeconómicos y culturales, lo hacen un actor permanente en la arena pública donde nadie puede ignorarlo o minimizarlo.
Durante más de una década, cuando él ha hablado todos escuchan. Sin importar que no tenga ningún cargo público, su palabra tiene una fuerza que pocas voces en la política mexicana poseen, y puede transitar de la beligerancia del discurso del conflicto postelectoral en 2006 de que “la mafia robó las elecciones”, a la República Amorosa con la que inició su segunda campaña presidencial en 2012. Con amor y paz arrancó ese proceso electoral donde pugnaba por anclas éticas a la función pública y que por decreto la nación se embriagara de amor para resolver problemas estructurales, sociales y económicos.
Sus asesores nunca encontraron argumentos políticos para sustentar lo que no dejaba de ser una ocurrencia chistosa. Aún así, López Obrador arrancó en un lejano tercer lugar en la contienda y se quedó a escasos tres puntos del ahora presidente Enrique Peña Nieto. ¿Cómo fue posible? Pues porque es López Obrador. Muchos artículos y libros se han escrito sobre él donde lo analizan sicológicamente. La gran mayoría son críticos, y algunos inclusive francamente ofensivos. Pero no le hacen mella. Lo único que le afecta es cuando desaparece del escenario político.
Cuando perdió la gubernatura de Tabasco ante Roberto Madrazo, se retrajo y regresó con fuerza con sus largas marchas a la ciudad de México. Cuando perdió la elección presidencial ante Felipe Calderón en 2006, se refugió en Oaxaca, de donde regresó para contender contra Peña Nieto en la elección del año pasado. Al volver a ser derrotado se retrajo de la arena pública para volver una vez más para combatir la Reforma Energética. Este retorno se interrumpió súbitamente por su afección cardíaca, que lo ha callado.
Por primera vez, el silencio no es calculado, sino obligado por la enfermedad. Esta situación inédita lo ha mostrado en una dimensión que no se le conocía, donde la figura de López Obrador quedó dividida entre la persona y el político. El fracaso del cerco al Senado al que convocó días antes de su padecimiento, es la derrota del López Obrador político, que no puede sobreponer la causa a su personalidad. Al mismo tiempo es una victoria personal, al ver que miles no lo siguen por ideología o intereses creados, sino por él. Para un político, no son buenas noticias. Pero para un pastor de la vida pública, debe ser muy reconfortante. El problema es que su misión no es evangelizadora, sino política.