Desde el nacimiento de Facebook y Twitter, los incentivos para detonar el espionaje tolerado convirtieron a la vida privada en un juego social. La brecha de los anuarios escolares con el bullying fue mediatizada, es decir, reducida, gracias a la expresión ociosa de los medios que encuentran en YouTube su fuente natural de distracción. El eco de voces que viajaban a través de auriculares fue sustituido por pantallas enormes tapizadas por caracteres divisibles entre 140. A partir de ese momento, códigos lingüísticos como “espionaje” fueron permeando de manera cotidiana en la sociedad oclócrata, a tal grado, que la fuerza de la palabra perdió gramaje.

 

Que un paparazzi capture a un presidente en el interior de una cartografía no oficial, en sus manos tiene una nota con enorme valor oclocrático, es decir, el interés que despiertan en la sociedad las actividades privadas de un personaje público, es elevado. La información, en manos de los opositores políticos puede valorarse en un espectro muy amplio: desde el repudio hasta la caricaturización.

 

La imagen de Francois Hollande fue secuestrada en el lente de un fotógrafo en el momento en el que el presidente de Francia salía de un edificio no identificado en su cartografía oficial. La conclusión es que Hollande mantiene un romance secreto con la actriz Julie Gayet. ¿Es publicable la noticia? Liberation, en cirugía deontológica abierta a sus lectores, y en tiempo real, comunicó que en el momento en que se dio a conocer la portada de la revista Closer, decidieron no darle importancia. La decisión cambió cuando el propio Hollande reprobó el acto del semanario amagando llevar el caso a los tribunales. En ese momento, el golpe en contra de la vida privada del presidente ya se había dado.

 

Después llegó la confusión. Hollande se proyectó en dos dimensiones; Hollande el presidente y Hollande el ciudadano común. Constitucionalmente, imposible. Imposible aplicar una regla discrecional entre el presidente frente a los ciudadanos. Peligrosa idea de insistir en el tema porque ante la Constitución francesa todos los ciudadanos tienen los mismos derechos universales.

 

La arquitectura de las comunicaciones en el siglo XXI es global, y como tal, el término: “vida privada” se ha convertido en oxímoron sarcástico. La vida de políticos que se filtra a través del lenguaje mediático está sujeta a escarceos críticos y hasta morbosos. Con las redes sociales, el espacio de la vida privada es carcomido por el tiempo real.

 

Ya los neopublicistas nos han adelantado que las emociones son fácilmente medibles a través de las redes sociales. Samsung y toda la tribu lúdica se han encargado de globalizar las reacciones humanas ante mensajes construidos bajo tácticas manipuladoras.

 

En los medios como en las redes sociales, el primer artículo de su Constitución es: el morbo es intocable.

 

Históricamente el morbo ha representado al componente estúpido del ser humano: sensación de tranquilidad moral frente al desmadre público. Si la industrialización hollywoodense de “estrellas populares” representa el alivio de vida para millones de personas insatisfechas por su aburrida vida privada, las redes sociales se encargaron de deshollywoodizar los deseos para convertir al anónimo es estrella polisémica. El tuitero puede ser periodista, salvador de la naturaleza, líder moral, guerrillero, político, predicador ortodoxo, criminal, robot, empresario, deportista, cómico, entre muchas otras profesiones. Las contribuciones de Hollywood y de las redes sociales son asimiladas por el siglo XXI a través del mainstream. Lo más popular, o si se prefiere, los trending topic.

 

De ahí que el interés público se convierta en una especie de salvavidas para la cada vez creciente demografía de los aspiracionistas.

 

La moral, para los franceses, no es un asunto de interés público. Así lo confirmaron 77% de ellos en una encuesta levantada por Le Journal du Dimanche. Pero dos fueron los errores de Hollande: pecar de ingenuo al pensar que ningún fotógrafo le secuestraría su imagen, y dos: la confusión sobre el nombre del propietario del departamento.