A diferencia de las biopic más tradicionales, donde la vida del protagonista sirve como inspiración (y aspiración) para un público siempre ávido de historias edificantes, los hermanos Coen, para este su décimo sexto largometraje, van en dirección opuesta a las convenciones de este género donde usualmente se proyecta el triunfo de la voluntad, la destreza y el espíritu humanos por encima de todos los obstáculos posibles.
Llewyn Davis (Oscar Issac, muy en su papel) es todo lo contrario a esas vidas ejemplares que tanto gustan a las típicas biopics; compositor y cantante de música folk, en el Nueva York de principios de la década de los 60, sin casa y sin dinero, con dos discos bajo el brazo (uno de ellos a dueto con su ya fallecido hermano) pero sin éxito alguno en la radio, Llewyn depende de la bondad de sus amigos y familiares quienes le dan oportunidad de quedarse en un sofá o de plano, en el suelo, mientras él sigue aferrado a seguir en la música.
Obviamente el negocio de la música no va bien: su disco solista no ha vendido lo suficiente, apenas y gana algunos dólares cuando le dan oportunidad de tocar en el Gaslight Café o cuando de casualidad lo llaman para alguna sesión de estudio. Con todo y todo, Davis no pierde fe en la música, así sea por mera inercia o simple necedad, así tenga que escuchar una y otra vez los reclamos de su hermana o las burlas e insultos de su siempre fúrica amiga Jean (Carey Mulligan) que no se cansa en decirle, de una y mil formas, cuan perdedor es (“eres como el hermano idiota del Rey Midas”).
El caso es que, ¿cómo negarlo?, Llewyn es un perdedor. En el fondo él lo sabe, pero también sabe que no es un músico mediocre, sabe que arriba del escenario, con la guitarra en mano y el micrófono de frente, todos los problemas se desvanecen, deja de ser un perdedor para, así sea por segundos, ser un artista, un músico, trascender más allá de sus pequeñas grandes tragedias. Es el poder que da el arte, pero es tan elusivo y difícil de asir que pareciera negársele perpetuamente.
Armada como si fuera una cinta de Moebius (donde el final es el principio y viceversa), los hermanos Coen nos llevan por esta epopeya circular (claras referencias a la Odisea homérica con trazas del Dubliners de James Joyce) usando como motor su propia crueldad argumental (Llewyn no tendrá tregua en cuanto a la cantidad de desgracias y malas decisiones que irá tomando día tras día), su bien conocido humor negro y -aquí algo nuevo- la música, que no hace sino hacernos sentir más empatía por nuestro pobre perdedor.
Sólo le bastan los primeros minutos de metraje a los Coen para crear una imagen que se quedará para la historia del cine: Llewyn Davis, desaliñado, apenas tapándose del frío con un viejo saco, deambulando por una gélida Nueva York mientras carga su guitarra con una mano y un adorable minino con la otra; todo ello con Fare Thee Well cantada de fondo por el propio Oscar Issac. Se trata pues de la imagen de la resistencia ante quien aún cree que puede hacerlo aunque el destino, la circunstancia o la simple tozudez no lo deje escapar de si mismo.
La genial vuelta de tuerca vendrá al final cuando un (hoy famoso) cantante haga un discreto cameo. Es entonces que la película revela su verdadera maestría, un estudio sobre cómo el arte no sólo es elusivo, sino cómo ante las mismas circunstancias, el éxito le puede llegar a unos y negarse a otros con una crueldad inexplicable.
Inside Llewyn Davis (Dir. Joel & Ethan Coen)
4 de 5 estrellas.
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