En mayo de 2010 se publicó en El Universal una nota con la cabeza “Retiren a las mujeres vestidas como indias”. La nota hace referencia a la visita de dos mujeres de origen tzeltal a Antara. Al cruzar el umbral de la plaza tuvieron el asedio constante de personal de seguridad y la sorpresa en los locales que visitaron, donde el trato automáticamente era distinto de la recepción al cliente tradicional.

 

La reacción del personal de Antara a la visita de las indígenas chiapanecas me resulta también congruente a las actitudes que me he encontrado en otros centros comerciales, oficinas y restaurantes. Al ser usuario de una bicicleta plegable, he podido ver comportamientos que si no son discriminatorios, están muy cerca de serlo: el personal de seguridad está allí más que para prevenir un delito, para inhibir cualquier acción que se salga del comportamiento esperado.

 

En el edificio Omega, uno de los más lujosos de Polanco, al llegar con una bicicleta plegable uno se ve obligado a subir por el “elevador de servicio”, y allí descubre que hay trato distinto para iguales: los profesionistas van por elevador frontal, los de limpieza por el de servicio.

 

En el Museo Soumaya, esa galería desordenada del hombre más rico de México, ser distinto incluye acudir con una carriola. En todo momento sufre uno el acoso de los empleados de seguridad por la ubicación de la pañalera, la carriola, si el bebé camina o no. El comportamiento esperado era, por supuesto, no llevar infantes y abrir la boca en señal de admiración ante la colección privada del filántropo que nos construyó un museo de acceso gratuito, al que luego tuvieron que adaptar las rampas para personas con discapacidad.

 

El culto al comportamiento esperado se vuelve enfermizo. Los mercadólogos invierten millones en delimitar el mercado objetivo de un sitio como Antara, como para que puedan llegar indígenas, hipsters, hippies, gordos, negros, personas con discapacidad, homosexuales, intelectuales. No. Antara se hizo para dos tipos de personas: las más pudientes y las que aspiran a serlo. Cada una va a sus tiendas o servicios y de ellas se espera un comportamiento “normal”.

 

En una sociedad en la que nos sorprende el bullying, la delincuencia, la confrontación, en realidad tenemos un culto a la clase dominante, al comportamiento dominante, a vivir dentro de la primera desviación estándar de todas las estadísticas. No construimos la inclusión, vivimos de la exclusión.

 

Los viejos barrios en los que el más rico y el más pobre jugaban juntos quedaron atrás. Ahora tenemos colonias o fraccionamientos de clase alta, de clase media y de clase baja. Para qué la mezcla social. Ocurre, por supuesto, pero en un ambiente de no convivencia y ay de aquel que ose propiciarla: por ejemplo con las escuelas, donde los códigos de conducta de la clase dominante terminan siendo incompatibles con los de las otras y es allí donde ocurre el bullying.

 

La solución es más que obvia, pero hay demasiada resistencia. La solución es una sociedad inclusiva, que valore a las minorías, que sepa convivir con ellas sin reparar en la diferencia. Debemos combatir las obsesiones por tener más, por mostrarse superior a los demás, la competencia consumista y el desprecio por el que menos tiene.

 

¿Cómo promover un cambio hacia una sociedad inclusiva? Se requieren ejemplos con liderazgo y aceptación social. El problema es que, en general, en los políticos priva la frivolidad. El comportamiento de lujo es bien valorado. Un político pobre es un pobre político. Es normal que al presidente le hayan donado seis propiedades. Es normal que Alfonso Navarrete Prida no encontrara nada irregular en la riqueza de Arturo Montiel. Es normal que su padre le obsequiara un reloj lujoso para celebrar su triunfo en una lista plurinominal.

 

En estos comportamientos esperados lo normal es que los empleados de seguridad de Antara vigilen la presencia de indígenas en la plaza pero no los asaltos a sus clientes. Y es también normal que nos cuidemos más de un político viajando en Tsuru, que de uno que carga en su muñeca izquierda un reloj que vale varios Tsurus. Urge romper con los comportamientos esperados.

 

Termino con el poema brevísimo de Guillermo Sheridan, publicado el 21 de enero en su cuenta @GmoSheridan, a propósito del asalto que sufrió el secretario del Trabajo, Alfonso Navarrete:

 

Navarrete tiene un tic,

pero ya no tiene el tac:

fue víctima de un atrac

y perdió un reloj muy chic.

Tic tac

Tu Patek:

Tic tac

Patetic.