Hay imágenes que se quedan pringadas en esa parte de la mente donde se sumergen las experiencias y no sabes en qué momento van a salir o cómo. Una de ellas ha saltado a varios años de distancia en forma de recuerdo. Ahora no sé qué haya sido de la casa del Alberto Mejía Barón (1948-2009), nombrado uno de los tres mejores creadores de títeres del mundo en la Bienal Internacional de Marionetas de Évora, Portugal. Su vivienda, en el rumbo de Mixcoac, era cuando lo conocí, un taller-museo de tres pisos con cientos de muñecos de todo tipo inmóviles, pero que daban la sensación de que en silencio observaban a los extraños que recorrían el lugar donde trabajaba el artista. Y como si fuera una historia de ficción, al quedarse solos volvían a su colorida fiesta.

 

Una tarde luminosa de domingo el escenógrafo y coreógrafo dijo que había realizado más de 8 mil títeres en más de 40 años de carrera. Los primeros que elaboró fueron para representar “Drácula”, de Bram Stoker, y luego sus piezas escaparon hacia todas partes del mundo a contarles a sus nuevos dueños quién era su creador. Si uno es lo que crea, dice y escribe, entonces Mejía Barón, conocido como “Alfin”, se transformó poco a poco en un silencioso y solitario títere creativo que vivía rodeado de divertidos seres de trapo y madera. Ángeles, máscaras, esculturas, rumberas, náufragos, magos, seres de otras galaxias y héroes de la literatura universal son su única compañía en las noches frías e hirvientes de Ciudad Monstruo.

 

Hoy sus criaturas, huérfanas de su demiurgo quizá ven sonrientes pasar aún al enorme gato que con pereza y milenaria tranquilidad atraviesa el taller del último piso y al que sólo se llega a través de unas escaleras metálicas adornadas con plantas y máscaras de todo tipo. Allí, en esa vivienda, quizá también permanezca el halo del Gepetto que les platica a sus hijos toda clase de anécdotas,  de las muchas películas donde participó o cuáles fueron las esculturas que nunca le gustaron o sobre las 60 películas en las que participó. Aunque son muchos, cada uno de sus hijos tiene un nombre y casi todos han regresado de viajes por el interior de la República o del extranjero. Otros alcanzaron a verlo. Otros ya no volvieron a tiempo.

Decía, también, que “la gente no se imagina que los títeres son instrumentos musicales de cuerdas, que tienen que estar afinados, colgados y no deben pasar mucho tiempo guardados, para que la luz de la magia no se apague en ellos cuando salgan a escena”. De los casi mil 900 que aún sobreviven de la legendaria Compañía Rosete Aranda, Alfin tenía 78 piezas en su colección personal. Sí, pero no eran los únicos que conservaba en su colección. Recuerdo que sacó de una parte de sus estantes a tres figuras olmecas con articulaciones en sus extremidades para tener movimiento y en sus cabezas servían como silbatos, lo que, explicó esa ocasión de tarde luminosa que demostraban que “desde hace más de 2 mil años ya existían los marionetistas y tenían un lugar importante en esa sociedad de dioses y poderosos guerreros”. Se los habían regalado. Tal como una madre que acuesta a su bebé en la cuna él los depósito en el sitio especial donde los protegía.

 

Seguro que en ese lugar a donde van las marionetas y títeres al morir él continúa dando vida a figuras de papel, madera, tela y cartón. Allí, sus dedos de sastre y su mirada de gato, recrean las más fantasiosas historias que jamás haya escuchado la humanidad. Seguro que en ese lugar también su gato negro bosteza con apasionado desinterés. Seguro se ríe de nuevo de aquéllos que lo creían loco por “decir que los títeres me hablan” y que una que otra de sus criaturas le arrebató las siete vidas a uno de sus felinos. Casi cinco años después allí sigue mi recuerdo amueblado con sus ángeles, máscaras, esculturas, rumberas, náufragos, magos, seres de otras galaxias y héroes que acompañan mis noches frías en Ciudad Monstruo.