En uno de los puntos más altos del pueblo de Capula, población de orfebres del barro, como lo marcara hace siglos la utopía de Vasco de Quiroga, vive Juan Torres, excelso pintor del amor, del sufrimiento, de la risa, de la provocación de la carne y el espíritu; de los niños que se vuelven ángeles y de las mujeres que te envuelven con la mirada y su exquisita desnudez, o seduciéndote con ropajes decimonónicos; pero también con su uniforme de la selección mexicana y una gambeta prodigiosa que hace pensar que un juego de futbol con ella es la llegada al paraíso.
“Me gusta crear y recrear a través de las distintas fórmulas del arte clásico y contemporáneo. A veces suelo tomar a un autor del Renacimiento o de las vanguardias y a través de sus conceptos desarrollar una expresión propia. Hay un poco de homenaje, de recuperación, de búsqueda y también de capricho”, dice el michoacano discípulo del celebérrimo muralista Alfredo Zalce, mientras saborea un sorbo de mezcal de la región.
De sus tiempos con el maestro Zalce, Torres recuerda: “Aprendí su escuela, y aunque con los años he desarrollado un estilo propio, conservo varios aspectos que le heredé. Mi orgullo fue haber estudiado en ese tipo de escuelas cuyo sistema de enseñanza prácticamente ha desaparecido, donde uno aprendía todas las artes plásticas, un concepto muy renacentista que tuve la suerte de que él me inculcara. Trabajé con él en diversos proyectos, tanto pictóricos, como de escultura y hasta joyería. Fue una escuela maravillosa”, recuerda.
“Nos instruyó en todos los campos de la plástica, en todos sus posibles materiales; así, hago escultura en piedra, bronce, madera, trabajo la cerámica e incluso he incursionado en la arquitectura diseñando casas. La variedad de habilidades se deben en gran parte al amplio concepto de enseñanza que manejaba el maestro Zalce, a quien sólo le faltó instruirnos en artes como la literatura o música para que se pudiera hablar de un estilo francamente renacentista al impartir clases”.
OTRAS PALABRAS DE LA MUERTE
Una diversidad de obra se concentra en su estudio, desde cuyo ventanal se aprecia la plácida belleza de Capula, la tierra donde el barro cobra diversidad de formas utilitarias y decorativas, pero donde también la muerte se convirtió en una forma de vida, a través de las célebres “Catrinas” que hoy son material de exportación y fama mundial. En la amplia casona de Torres, en distintos segmentos definida en un concepto de arquitectura orgánica, existe también un taller de catrinas “La Candelaria”, a cargo de su esposa, Belia Canals, y con la participación de artesanos locales.
“Fue una iniciativa que propuse e impulsé hace años con los artesanos del lugar, de manera que se abriera una nueva posibilidad de comercializar el talento, pero sobre todo las posibilidades de trabajo. Hoy es uno de los elementos que identifican a Capula y que le ha dado fama internacional. Hay variantes de estilo y calidad. En nuestro caso tenemos una propuesta propia que se empata con esa multiplicidad de expresiones que estoy acostumbrado a desarrollar como artistas”, expresa.
Torres es pintor de lo efímero y lo perpetuo, de la volatilidad y la trascendencia; artista del más
“Una de mis series más controvertidas ha sido sin duda la de los ‘Niños difuntos’, a mucha gente le molestó, le pareció incómoda esta visión de los funerales populares dedicados a los niños. Sin embargo es necesario ver el otro lado de la muerte, apreciar su sentido no sólo desde nuestra perspectiva. En nuestros pueblos, la muerte de un infante significa más bien la gloria, el encuentro con Dios como una recompensa que vale ser honrada por la familia del niño. Así, su camino al cielo va marcado por un despliegue de flores, en el ambiente suena el estruendo de los cohetes, que junto con sus luces marcan la señal para que las almas infantiles lleguen a su glorioso destino final”, resalta Torres.