Siempre fui una niña rara. Podía jugar con otros niños pero disfrutaba mucho más jugar en soledad. Cuando apenas era yo una muchachita, él ya era mi amigo. Sólo que él no lo sabía.
El profesor de civismo de mi secundaria nos pidió llevar un diario de lo que pasaba en Chiapas. El ejército zapatista se levantaba en armas. Yo no sabía nada del mundo: me la pasaba soñando con volar o atravesar paredes, con las estrellas y las constelaciones, me costaba trabajo aterrizar…
Al día siguiente, pedí a mi madre comprar un periódico, y, tijera en mano, lo abrí dispuesta a recortar todo lo que dijera “Chiapas”. Sin saber demasiado, fui devorando notas y comprendiendo un poco… Y ahí me lo encontré.
Un dibujo de sencillez temblorosa y elocuencia brutal. Me causaban sensaciones raras, sus cartones, su silencioso discurso, porque aunque las páginas del periódico eran grises, lo que salía de aquella viñeta parecía tener una vida y un color propios, una dimensión apartada y sensible a otras leyes… como lo que pasa dentro de un sueño. Irreal y perfectamente posible. Me parecía demás, magnífico que un periódico tan serio dejara que un hombre hiciera, en un cuadrito, aquella cantidad de travesuras.
Cada mes fui encontrando puertas a distintos escenarios imposibles y eventos de un absurdo contundente, pasajes irracionales que a diario me asombraban: lo que más me sorprendía era pensar que aquellos hombres se sentaban a pensar, a mirar por su ventana y a dibujar. Me intrigaban los caricaturistas, especialmente imaginaba cómo sería Manuel Ahumada.
Escuchando rock, me sorprendí forrando mis cuadernos de la prepa con cartones recortados de las páginas de los diarios. Especialmente de los suplementos, con historietas. Ahí volví a encontrar las narraciones gráficas de Manuel, lo reconocí, como a un amigo perdido, pues de aquellas páginas saltaban hombres sin rostro, astronautas y lugares tan inhóspitos para jugar, como el espacio exterior. Me causaban una risita o un escalofrío, pero siempre me provocaban algo.
Desde entonces, con total confianza sobre la sinceridad de su mensaje, de la necesidad de su travesura dibujada, quise fomentar nuestra amistad. Volví a soñar e imaginar, y volví a entender más de mi país viendo sus dibujos -a simple vista actos irracionales, escenas sin sentido, chistes parcos, incluso- que me acercaron también al periodismo y a la caricatura.
Años después, al entrar por primera vez a su casa, estaba convencida de que en realidad estaba soñando, y que lo que sucediera entonces, obedecería por supuesto a la lógica del sueño. Por teléfono me había dictado con voz lejana su dirección: me parecía demasiado sencillo llegar, siempre pensé que la colonia donde viviera Manuel Ahumada estaría ubicada en otro universo, y que para llegar había que abordar una combi interestelar…
Mi misión al visitar la casa de Manuel era rápida y precisa: recolectar las páginas de Metro Utopía, sección que él presentó a la revista El Chamuco y que catorcenalmente entregaba en copias a color o como originales a Antonio Helguera. Toño me delegaba esa labor, luego de tres años de integrarme al equipo editorial de dicho pasquín azufroso, pues Manuel se resistía a usar el escáner y tal vez yo podría apoyarlo en eso.
Al llegar, nuevamente me sobrecogió aquella añeja sensación: estaba entrando en un sueño, a algo que ya había vivido… en alguna viñeta. Macetas reconocibles, jaulas con pájaros cuyo trino ya conocía… ventanas abiertas contra fachadas de edificios y un poco de cielo azul…
Aquello fue una magia sin tinta: las imágenes que había mirado y las que estaban sucediendo entonces, se fundieron en una sola. Comprendí que el tímido Manuel dibujaba realmente lo que había en su proximidad, con una precisión e intimísimo insospechados para alguien que hace periodismo gráfico y lo publica en un diario nacional.
La puerta estaba abierta. Llamé sin entrar, y él vino desde la cocina. Nos saludamos algo nerviosos, los dos, torpemente. Yo, por no saber si hablarle como a quien uno conoce de muchos años atrás… Empecé a hablar de las ventajas de la digitalización para el proceso editorial, cuando me invitó a pasar y me ofreció un vaso de agua. “O un té… o unas galletas”, sugirió en tono tierno y casi secreto, murmurado entre dientes.
Se me hizo totalmente lógico que un hombre con capacidad para dibujar callejuelas sórdidas, escalofriantes muñecas abandonadas en rincones oscuros, fuera también una persona tímida, algo inexpresiva y sigilosa. Pero generoso y amigable. Diría que hasta juguetón.
Avancé despacio y no pude sino caer en el asombro. De los cuadros colgados en las paredes se bajaban a jugar ensoñaciones e irrealidades: mujeres que colgaban sus pies descalzos sobre las vías de un andén, violentas hojarascas que lo atacaban sin viento, ventanas abiertas a una ciudad plagada de azoteas en cuyos tendederos podía haber alas de ángel colgadas para secar… En una esquinita, un recogedor y una escoba estaban a punto de desechar un corazón recién barrido. Sobre una mesa de madera, en una tina de metal que es óptima para bañar a un niño, se hundía el Titanic.
Había también dibujos y pinturas que le hicieron sus amigos pintores y caricaturistas, pero me atraparon especialmente los lienzos cuya calidad y belleza parecían incompatibles con el trazo, con el temblor de la misma mano que dibujaba aquellos cartones de líneas asuradas en sombras.
Los “juguetes” que reposaban en cada rincón, en cada repisa, invitaban a la contemplación. Manuel notó mi curiosidad, supo que estaba yo despertando, entrando al sueño…
Me mostró cada cajita musical, cada hada atrapada en latas de sardinas o de galletas. Puso en mis manos una figura de un corazón humano, con alas de pájaro renacentista y cuyo piloto se asomaba por la arteria aorta. Y yo lo vi volar.
“Pero ven, te voy a enseñar”. En su estudio nos recibió una fila de robots coloridos, y el rugido de un león melenudo que atendió de inmediato a la cuerda que le daba Manuel, me llamó desde otro tiempo, desde la remota carpa de circo de mis recuerdos de infancia azorada. Pusimos muchos discos de rock y de blues, hablamos por casi una hora, viendo aquellas portadas de discos.
Y así estuvimos, jugando. La parte más conmovedora fue cuando me dio, con mano frágil, las dos páginas de su historieta y un hasta luego muy sincero. Jamás sonrió, pero yo pude notar que estaba contento.
Pude por fin mirar a mi amigo, después de tantos años. Y en mis manos, sostenía aquel nuevo sueño: el color de la acuarela original jamás sería alcanzado por el escáner, ni por las copias a color de lumen que cada catorcena había estado yo demeritando.
Pero Manolo no sólo sabía domar leones de cuerda. También amaestraba nubes, brujas y medias lunas; de cotidiano barría migajas de estrellas y jugaba con fuegos siderales, reacomodaba estantes por donde pasaban trenes y principitos, y pintaba lienzos nuevos para ayudar al universo a seguir expandiéndose. Caminaba despacito, pero era un hombre de acción.
Tuve la alegría de ser su amiga, de visitarle de vez en cuando nuevamente en su casita de principito, donde tenía enjaulados navíos o nidos de pajaritos mensajeros, o de recibir su invitación para ir a comilonas de sabroso pozole y hasta de mariscos de un cercano tianguisito también en compañía de Jaquelín, su dulce testigo, musa y compañera.
Uno de aquellos día de visita a su casa, entré en pánico y le pedí que me dejara mostrar todas sus ensoñaciones a más gente, gente que sé que va por la vida como zombie, atontada por la tele, sin poder soñar. Me parecía imposible que todo aquello estuviera ahí, tan escondido, narrando tanto y esperando a que quién sabe qué momento que despertáramos todos de este sueño que es la vida.
Me dijo que lo pensaría. Poco tiempo después, me contó con parsimonia que necesitaba vender su arte, pero que no sabía cómo llegar a galerías y no tenía contactos. Me encomendó la tarea. Y me permitió hacerle la travesura de montar una exposición.
Entusiasmados como dos niños, esculcamos su pequeño cuarto de azotea y desempolvamos lienzos y juguetes nuevos a mis ojos. Elegimos muchos de los que ya conocía, y lo vi indeciso de presentar algunos nuevos, cuya propia afición le parecía necesaria conservar, para seguir soñando.
Llevamos cada cuadro, cada jaula y cada juguete en su coche, primero a Alverre, un cafecito céntrico de Coyoacán que también hace las veces de galería, y luego a la casa de Cultura Jesús Reyes Heroles, tras lograr al menos dos grandiosas semanas de exhibición.
Con mi propio martillo -martillito de risa, dijo él- colgamos sus cuadros de grabado, óleo y acuarela, y recorté sobre un vinil adhesivo su firma amplificada, para pegarla en la entrada, como si saliera de la pared. Fue también una tarde de feliz charla, donde me habló de su infancia, de las calles de la Narvarte y de la Merced, de su afición por el rock y de su temor a las entrevistas.
“Estás muy luirás”, me decía, convencido de que la gente no asistiría. Para él, poner sus sueños sobre pedestales y enmarcarlos sobre las paredes era un acto sin sentido. Aquellas cosas eran realidades, no ficciones. Desprenderse de aquello era incluso doloroso, como si se estuviera vendiendo un pedazo de él mismo.
Para la inauguración preparamos unos tacos de canasta y ofrecimos “caguama de honor”, y las salas de la exposición se llenaron con una concurrencia a la que se le notaba en los ojos la adicción a soñar. A dormirse despiertos y a soñar de la mano de un viejo amigo, aquel niño tímido que era nuestro vecino de esta loca ciudad.
Antes de abrir la galería al público, el vigilante de la sala nos llamó y nos dijo, preocupado: “ayer olvidaron una obra, y creo que la van a tirar al a basura, así que la rescaté”. La había resguardado en la bodega y nos la devolvió como un héroe. Se trataba de aquel corazón pegado al recogedor, que habíamos instalado horas antes en el rincón más olvidado de la galería, con ese mismo propósito de que pareciera olvidado. “Yo no dejaría que tiraran mi corazón”, nos dijo.
Con el público ya recorriendo la galería, durante la inauguración, un hombre se acercó a preguntarle a Manolo: “¿Esta pieza, qué significa?” -“No sé. Lo que usted quiera”, contestó Manuel sin detenerse demasiado. Porque ¿cómo explica un artista lo que ha salido de su alma?
Tras recuperar la obra de la breve exposición, nos entusiasmaba la idea de hacer una más amplia y que abarcara al menos un mes. “Una sólo de pintura” reclamaba Manolo. Quería mostrar que su vocación de pintor había empezado, por fin, a demandarle más tiempo, más lienzos, más fragmentos de su alma.
La última vez que nos vimos fue en San Luis Potosí, en otra serie de aventuras que plagaron un octubre muy hermoso y que enmarcaron su última exposición al público. “Estoy haciendo historietas más largas, y las historias que me están saliendo, me están gustando mucho. También estoy pintando más, ya vas a ver”, me dijo por teléfono un 23 de diciembre de 2013, luego de que, toneladas de trabajo, viajes e inoportunos desamores me hubieran apartado de su compañía un largo tiempo.
Nos despedimos tras desearnos un feliz año, sin saber que esa sería la última vez que escucharía esa voz tímida que siempre fue en realidad un murmullo amable.
Vuelvo a ser una niña cuyos juegos se vuelven solitarios. Me siento como si una madre alta, huesuda y flaca, incluso cruel, interrumpiera el juego y se hubiera llevado de este patio adornado por jaulas de pajaritos y macetas frondosas a mi amigo Manuel.
Hoy me apremia la noche, me gusta irme a dormir y a soñar. Porque sé que tengo grandes posibilidades de que esta noche la esté pintando él desde un rincón del universo, enfundado en un traje de astronauta, y sé que puedo encontrarme con él todavía, en los pasillos de algún sueño, dándole cuerda a alguna maquinaria de mi propia felicidad.