Hace unos 20 años mi oficina estaba en avenida Ejército Nacional. Era francamente “fea” (ni modo, así empezamos) aunque tenía buena vista por encontrarse en el piso nueve de un edificio con más pena que gloria, cerca del Club Mundet. Subdividida en tres, la compartía con mi amigo el arquitecto Juan Carlos Olávarri, gracias a una invitación que a él le hiciera Don José Luis García, un Señor (con mayúscula) español, originario de la ciudad de Gijón, que trabajaba también allí de forma independiente como comisionista.

 

La oficina de don José Luis (mucho mayor que nosotros) estaba justo frente a la mía y eventualmente nos deteníamos a platicar de cualquier cosa. “Os veo muy animados, en qué trabajáis ahora”, me preguntó un día a finales de 1998. “Estamos participando en el Concurso para la rehabilitación del Zócalo”, le dije. “¿¡Y qué haréis!?”. “No sabemos aún, pero pensamos en algo que la gente considere como propio; siempre me he quejado de la ciudad y sus gobiernos pero este concurso se me presenta como una oportunidad de decir algo positivo, de hacer algo como arquitecto además de criticar, que es demasiado fácil”.

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Las bases del concurso estaban bien en términos generales, impresas en un documento razonablemente bien editado, con tiempos cortos pero con datos y objetivos muy claros, anonimato garantizado, un jurado de primera conformado por arquitectos mexicanos de renombre -Carlos Ortega, Félix Sánchez y Eduardo Terrazas- y los extranjeros -Fumihiko Maki, Manuel DaCosta-Loboy Rogelio Salmona- también de gran renombre, además de buenos premios a los tres primeros lugares (incluyendo la contratación al primer lugar), con menciones honoríficas al resto de los 15 finalistas. Yo, como muchos arquitectos mexicanos (fue un concurso nacional en dos etapas), participé con gran entusiasmo. (En el proceso visité la Plaza de la Constitución más de 40 veces acumulando muchísimas anécdotas memorables, magníficos recuerdos con el arquitecto Lluis Bernal, que colaboraba conmigo, y sobre todo gran “familiarización” con la Plaza Mayor).

 

Como a los 10 días se presentó don José Luis en mi lugar de trabajo y me dijo: “ya sé lo que tenéis qué hacer en el Zócalo para ganar el primer lugar del concurso: una piñata gigantesca”. Me explicó su concepto con vehemencia, argumentando que en los más de 40 años de su llegada a México, había constatado que las piñatas nos gustan a todos los mexicanos, además de que en el mundo entero se (re)conocen por sus colores, que tienen que ver con nuestro carácter festivo; gran símbolo nacional que a nadie se le ocurrirá.

 

Aunque pareciera una broma, consideramos valiosa su propuesta si la lográbamos absorber en el contexto de nuestras ideas, y ahora desde el recuerdo nostálgico, confirmó que sigue siendo sumamente vigente en un ámbito sociológico que siempre me ha interesado mayormente: cómo nos apropiamos de un espacio público impuesto desde el empoderamiento de la autoridad.

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El reciente anuncio de la remodelación del Zócalo por parte del jefe de Gobierno del DF no da ni el menor acuse de recibo del histórico concurso, parcial y anecdóticamente contextualizado arriba. Recuerdo que la politización del atrio de la Catedral o quizás una posición muy conservadora del primer jefe de Gobierno del Distrito Federal, Cuauhtémoc Cárdenas -quien nos premió en Bellas Artes a ganadores y finalistas-, “atoraron” la ejecución del proyecto ejecutivo adjudicado al ganador del Concurso, un amplio equipo encabezado por los arquitectos Ernesto Betancourt, Cecilia Cortés y Juan Carlos Tello.

 

Desde mi perspectiva como participante, el concurso fue fallado con aguda precisión; no debió haber sido fácil escudriñar entre las bondades y aciertos que tuvieron muchos de los proyectos presentados en la competencia -estrategias urbanas, jacarandas, espejos de agua, la urgente peatonalización de la plaza o todo el tema del Templo Mayor, también motivo del citado caso- y por ello desconcierta el silencio sonadamente. Apoyar la cultura de los concursos implica el respeto a un proceso que inicia públicamente con una convocatoria, hasta la culminación de la obra terminada. Aquí tienen una invaluable oportunidad que bien valdría la pena considerar. ¿Por qué no?