Cuando pienso en cantinas, inmediatamente veo imágenes de tequila, amigos, parranda y buena comida. Me encanta la idea de ir a un lugar en donde todavía puedes comer una amplia variedad de botanas “gratuitas” mientras tomas la copa. Pero, ¿cómo eran estos lugares de antaño? Salvador Novo nos cuenta que “las cantinas o bares a la manera americana, sobria y pulcra, no proceden en México, sino de la era en que gobernaba Porfirio Díaz… en las calles céntricas estaban esos limpísimos “salones” con el cantinero bien afeitado, bien peinado… altos mostradores, con una imprescindible barra de metal pulido a su pie, las mesillas de cubierta de mármol, las sillas de bejuco… los meseros atendían a los clientes con largos manteles blancos. Como complemento y para incitar la gana de beber, estaba en una mesa aparte el free-lunch, abundante, suculento y caliente que alborotaba con violencia el apetito”.

Platicando sobre este tema con Armando González, connotado poeta mexicano y amante del Centro de la ciudad, me contaba que las cantinas eran los lugares en donde se celebraban las tertulias de la ciudad. Que a falta de televisión, era el lugar donde uno llegaba a enterarse de las noticias. Era la oficina “no-oficial” de las redacciones de los periódicos y era en estos lugares en donde confluía la gente, tanto ricos como pobres, para debatir e informarse, compartir y contrastar ideas y opiniones.

 

La lista es interminable de esos lugares míticos que son parte de nuestra historia, pero que no pudieron desafiar al tiempo y que confieso nunca conocí. La Parroquia, el Cabaret Bombay, La Mundial, el Salón Bach y el Salón Montecarlo, que cuentan que en sus paredes ostentaban frases memorables como: “hoy no se fía, mañana sí”.

 

¿Quién no recuerda la Cantina El Nivel? Cerró en 2008 y tenía la Licencia No. 1 otorgada por el Presidente Sebastián Lerdo de Tejada en 1857. Todavía me saboreo sus cacahuates, el cerdo en cuadritos, el queso blanco y sus rajas en escabeche que acompañaban cuantas bebidas se pedían en la casa, así como su famoso mole de olla. Al cerrar, solo quedan en nuestra memoria sus paredes llenas de pinturas de estudiantes de la Academia San Carlos, caricaturas y el famoso reloj que corría hacia atrás desafiando el tiempo.

 

Afortunadamente hay otras que han podido mantener sus puertas abiertas. Hoy en día mi cantina favorita es El Gallo de Oro, que desde 1874, ha atraído a intelectuales y poetas, incluyendo entre su concurrencia a personajes famosos como Manuel Acuña, Guillermo Prieto, Justo Sierra, Manuel M. Flores y Juan de Dios Peza. Está ubicada en la calle de Venustiano Carranza y Bolívar. Su dueño, Enrique Valle Durán, me cuenta que en la plaza frente a la Cantina, en donde se ubica el famoso reloj otomano, se reunían todo tipo de personajes y que después de la noche de bohemia, abrían sus puertas para ofrecer alivio y “curarles la cruda”. También cuentan que uno de sus clientes, Longinos Vilchis, fue el creador del famoso pepito mexicano: servidos con jitomate, cebolla, rajas, que se diferencia del pepito español, servido con pan francés, carne de res y ajo laminado. Mi platillo favorito del lugar es el cabrito al horno, preparado a la perfección, con los aromas de la parrilla y con toda la sazón necesaria para disfrutar de varios tacos con la rica salsa del lugar maridado con un buen tequila.

 

Desde 1872, la recién remodelada (que por cierto no tiene mucho carisma) Cantina la Peninsular, ubicada en Corregidora y Roldán, nos hace viajar a través del tiempo con las publicidades e imágenes de antaño, que nos recuerdan que sólo los hombres podían entrar en estos lugares, evidenciado por el pícaro permiso que está colgado que autoriza todo tipo de diversión para los maridos firmado por la esposa y suegra. Es impresionante pensar que no fue hasta 1982 cuando López Portillo permitió la entrada a mujeres a cantinas, quitando de una vez esos horribles letreros que decían: “Prohibida la entrada a uniformados, mujeres y perros.”

 

Y bueno, no podía estar completo un recuento de cantinas, sin mencionar el Bar la Opera, abierto en 1895. Sin duda, es la cantina más bonita de todas las que se encuentran en el Centro Histórico. Todos los que hemos cruzado por sus puertas, hemos levantado la cabeza para ver el famoso disparo de Pancho Villa en el techo. El lugar nos transporta a través del tiempo con su mobiliario perfectamente conservado: sus lámparas de latón, las paredes de tapiz que datan de la época porfiriana y su espectacular barra, traída de Nueva Orleans que es una verdadera pieza de arte. Sin embargo, en lo personal considero que es más un lugar para tomarse una copa y conocer, que para comer comida rica. ¿Quien se hubiera imaginado en 1876 cuando las hermanas francesas Boulangeot abrieron en este local una selecta y distinguida pastelería europea, que se convertiría años después en la cantina más famosa del país?

 

Lo único que espero es que ¡ojalá y tengamos cantinas por muchos años más! Son lugares mágicos que conservan nuestras tradiciones gastronómicas, pero sobre todo, en donde pasa cualquier cosa. Como decía Carlos Monsiváis, “son santuarios errátiles en los que prodigan situaciones patéticas, cómicas, trágicas y melodramáticas.

 

En ella se reúnen todo tipo de personas y encontramos a nuevos parroquianos, como los travestis. De esa manera damos un gran salto que nos acerca en el tiempo y nos hace tener una visión generalizada de esta historia que no termina, y que por el contrario, se escribe cada día”.

 

Espero que tengas un fabuloso día y recuerda, ¡hay que buscar el sabor de la vida!