MOSCÚ. El presidente de Rusia, Vladímir Putin, al reservarse el derecho de intervenir militarmente en Ucrania, ha hecho una apuesta extremadamente arriesgada, que no sólo amenaza con un conflicto armado con el vecino país, sino también con retrotraer al mundo a los peores tiempos de la guerra fría.

 

El argumento empleado por el jefe del Kremlin para obtener el voto unánime, que no secreto, del Senado ruso autorizándole el empleo de las fuerzas armadas en territorio ucraniano, fue la necesidad de defender los intereses y la seguridad de los rusos que se encuentran en Ucrania.

 

Hace casi seis años, en agosto de 2008, Rusia libró en Georgia su primera guerra contra otra antigua república soviética, que denominó “operación para imponer la paz”, y que terminó con una rápida victoria de las armas rusas y el reconocimiento por Moscú de las independencias de las regiones separatistas de Abjasia y Osetia del Sur.

 

En esa ocasión, Rusia también arguyó la defensa de los rusos para lanzar un ataque en toda regla, con blindados y aviación, en Osetia del Sur, que terminó con las tropas rusas a las puertas de Tiflis.

 

Pero entonces, Moscú contaba un motivo de mucho peso: el entonces presidente de Georgia, Mijaíl Saakashvili, había lanzado una operación militar en Osetia del Sur para “restablecer el orden constitucional”.

 

Con mucha más cautela, las nuevas autoridades de Ucrania no han emprendido acciones de fuerza en la república autónoma de Crimea, donde tiene su base la Flota rusa del mar Negro, cuyos efectivos se han hecho con el control de varias instalaciones estratégicas de la península.

 

Estas acciones cuentan con el apoyo de muchos rusos étnicos de Crimea (60 de su población), que no reconocen al nuevo Gobierno de Kiev, ya que temen la “ucranización” de ese territorio, que consideran, y no sin razón, históricamente ruso.

 

Crimea fue entregada a Ucrania en 1954 por el entonces líder soviético de nacionalidad ucraniana, Nikita Jrushov, como una muestra de la unidad de los pueblos ruso y ucraniano.

 

Ese “regalo” no ha hecho más que envenenar las relaciones entre Moscú y Kiev, en particular tras la desaparición de la Unión Soviética en 1991.

 

En medio de la crisis de Ucrania, Rusia ha anunciado su disposición de facilitar la concesión de ciudadanía a los ucranianos que así lo deseen, medida que aplicó en relación a osetas y abjasos en vísperas de la guerra con Georgia.

 

El nuevo Gobierno ucraniano, cuya legitimidad no reconoce Moscú, ha apelado a la comunidad internacional, en particular a Estados Unidos y el Reino Unido, para que garantice la seguridad de Ucrania de conformidad con lo estipulado en Memorando de Budapest.

 

Y es que Estados Unidos y el Reino Unido, así como la propia Rusia, se comprometieron en diciembre de 1994 a garantizar la seguridad, la soberanía y la integridad territorial de Ucrania y a no usar la fuerza contra ella, como contraprestación a la decisión de Kiev de deshacerse de sus armas nucleares heredadas de la URSS.