Estaba sentado en una lonchería a un costado del Palacio Nacional. Si acaso le llamaba la atención a alguien era por su porte extranjero. Tomaba un café, hambriento y cansado. Sabía que tenía que tomar una decisión. Y fue ahí que eligió quedarse en México. Contó que llegaba la música de un cilindro hasta su mesa y cuando escuchó Las Golondrinas, el polaco supo que este país sería el suyo.

 

Jerzy Hausleber había sido el artífice de la medalla más emotiva de los Juegos Olímpicos, al menos para los mexicanos. El entrenador fue quien logró sacar lo máximo de José Pedraza, el sargento que estuvo a nada de ganar la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de México 68. Pero su contrato había terminado. Las autoridades mexicanas le pidieron que se quedara, pero su esposa y dos hijos vivían en Polonia todavía. Y él extrañaba todo, hasta el esquí alpino que nunca más practicó.

 

Y sí, se quedó. Él fue la raíz de nueve medallas olímpicas entre 1968 y 2000, por eso le dicen el Padre de la Caminata Mexicana.

 

Pero como muchas veces pasa en la vida, Hausleber tuvo hijos malagradecidos. En 2011 se le designó Premio Nacional del Deporte por su trayectoria. Sólo que él ya lo había ganado antes, en 1995, y las reglas marcaban que sólo una vez podría recibirse el monto económico (570 mil pesos), así que a él sólo le tocaba una medalla y un diploma. Hausleber vivía en precaria situación económica debido a su mala salud, y le pareció injusto así que rechazó recibir el premio de manos del entonces presidente Felipe Calderón.

 

Enterado del desaire, el propio ex presidente dio instrucciones de que el entrenador recibiera una pensión vitalicia digna.

 

El polaco llegó a México en 1966. Según cuenta Armando Satow en el Andar de los Campeones, libro editado por la Conade en 1993. No le preguntaron, las autoridades polacas le informaron que formaría parte de un grupo de especialistas que viajarían a México para ayudar a sus atletas a tener una actuación digna en los Juegos Olímpicos que se aproximaban.

 

Cuando le mencionaron a México, él sabía que en ese remoto país habían habitado los aztecas y los mayas y de lo bonito que es Veracruz, puerto que conoció en 1949, como marinero de la armada de su país. También, sabía de la altitud. Y ya tenía el gusanito de sacarle provecho. Así que se enfocó en maximizar los beneficios del entrenamiento en altura. Y no le fue suficiente la de la Ciudad de México o Toluca, se llevó a los mexicanos a Bolivia, a acampar en altitudes de hasta 4 mil metros, para sacar lo máximo de sus cuerpos.

 

Los resultados de su idea fueron medallas a raudales, no sólo olímpicas, sino de cuanta competencia los admitía. Fueron años dorados en los que México se convirtió en la meca de ese deporte. No era raro encontrar a deportistas y entrenadores de muchos países, incluso de Europa del este, que habían sido los dominadores de la especialidad atlética.

 

Hausleber era estricto. La disciplina militar que aprendió en su país, la trasladó a sus entrenamientos. No todos eran capaces de aguantar el ritmo y la exigencia. Lo aprendió desde muy chico, cuando vivió la ocupación nazi de su país, y sirvió como correo y combatiente para la resistencia.

 

Ese era el filtro. Sólo los que acataban al 100% su plan, estaban dentro del equipo. Y esa regla estuvo a punto de costarle una medalla a México. La que sería el inicio de la verdadera leyenda. Resulta que un muchacho mulato de Monterrey, amigo de Raúl González, uno de los consentidos de Hausleber, tuvo un problema personal y no logró incorporarse a tiempo para partir a Bolivia. Le dieron tres días de permiso pero se tomó siete.

 

Para Jerzy estaba fuera, pero lo convencieron de que lo readmitiera. Y así, Daniel Bautista permaneció en el grupo y ganó la medalla de oro en los 20 kilómetros de los Juegos Olímpicos de Montreal 1976.

 

Y luego el drama, el peor de su vida deportiva, según admitiría siempre: los Juegos Olímpicos de Moscú en 1980. A Bautista lo descalificaron debajo de un puente cuando lideraba la competencia, ya rumbo al estadio. Decía Hausleber que fue un polaco celoso el que le mostró la tarjeta roja. Un compatriota suyo al que había ayudado en su juventud a hacerse juez. Habría sido el triunfo más grande porque Bautista iba a la cabeza justo en la tierra de los mejores marchistas, sin importar que el bloque occidental hubiera boicoteado esos juegos.

 

A los siguientes, en Los Ángeles 84, sin los deportistas de los países detrás de la cortina de hierro, México consiguió las medallas de oro y plata en los 20 y la de oro en los 50 kilómetros. Ernesto Canto en la corta, y Raúl González plata en los 20 y oro en los 50.

 

Esa fue la década dorada de ese deporte para México. Y también comenzó a marcar el declive. Después habría que esperar hasta Barcelona 1992 para la medalla de plata de Carlos Mercenario. En 1996 Bernardo Segura logró una medalla de bronce en los 20 kilómetros, pero en Sydney ocurrió el desaguisado de su carrera. Segura había llegado en primer lugar. Con todo, Noé Hernández se colgó la de plata, y en la de 50 km Joel Sánchez ganó la de bronce, la última.

 

Hausleber ya no era el entrenador directo en los últimos juegos que dieron preseas. Había formado a un grupo de instructores, casi todos viejos competidores formados bajo su mano de hierro. La disciplina de fue relajando, el equipo se descentralizó, y poco a poco se abandonaron los campamentos de equipo en Bolivia.

 

El entrenador más productivo de la historia del deporte en México sufría del corazón. Murió ayer jueves por la madrugada, a los 83 años (nació el 1 de agosto de 1930 en Gdansk, Polonia). Le sobreviven su esposa Bozena y esos dos niños por los que se regresó a Polonia en 1968: Andrés y Tomás, que le dieron siete nietos.