VIZCAÍNO, Baja California Sur. Las mujeres con trenza oscura hablan en varios dialectos y sostienen, cada una, varias tarjetas bancarias: es quincena. Han sido enviadas por sus maridos a cobrar la raya en el único cajero automático de Vizcaíno; sobre la carretera Transpeninsular, en el kilómetro 144, está el BBVA Bancomer.
Ellas no son las únicas en cobrar. Las regordetas figuras del personal de la Central de Combustión Interna (CCI) de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), envueltas en su habitual uniforme caqui y cascos amarillos, esperan ansiosos, tronándose los dedos, temiendo se acabe el dinero. Eso es común. Les causa molestia, también, la lentitud de las jornaleras.
El ambiente huele a quemado. Una débil estela se advierte a mi derecha, mientras conduzco al sur buscando su origen.
Atrás quedó el bullicio quincenal de un pueblo que expertos de ciencias sociales estudian por sus peculiares fenómenos: un choque cultural preocupante por la migración de personas del centro del país, la mayoría indígenas, a los campos agrícolas.
A espaldas de uno rancho, ubicado frente a tres cantinas queda Tierra Negra. Unos minutos atrás quedó Vizcaíno.
Los zopilotes buscan presas. Giran en lo alto en torno a vórtices de basura que cruzan un suelo renegrido que devora sus sombras. La superficie humeante es extensa. Además de las choyas achicharradas, un fraccionamiento de casuchas se extiende por el improvisado vertedero de basura.
Cada noche, los habitantes prenden fuego para limpiar el área en busca de chatarra o usan las llamas para derretir los cables y extraer el cobre para venderlo por la mañana. Aquí los jornaleros viven entre los desechos de los campos agrícolas y el ensordecedor aleteo de las moscas.
Los 37 grados centígrados paralizan a cualquiera. Cada paso levanta la ceniza, mi pantalón negro palidece y sin desearlo di un golpe a una pequeña caja de un casete, ruido por el que enfoqué mi mirada: Blind Melon. Y a la memoria me resonó una estrofa de la canción más conocida, “No Rain”: Sólo quiero que alguien me diga que siempre estaré ahí cuando despierte. Y al levantar la vista y ahí estaba Antonio.
Se protege del sol bajo una carpa amarilla agujerada. Tiene 24 años. Desliza un clavo en un tubo metálico produciendo un estridente sonido que parece calmar su aburrimiento mientras espera a su esposa de 20 años y el padre de la muchacha; ellos fueron al pueblo a vender botellas de plástico para traer la comida del día.
Un jugo de tomate V8 fue su desayuno, pero el recipiente de aluminio, en tonos azul, está vacío, y, por su valor en las chatarreras, lo guarda para más tarde echarlo al destartalado pick up de su suegro. Ahí los guardan.
No presta atención a la envoltura que ondea en la punta de la choya a su espalda, tampoco a los pasos invasores que llegan por atrás, él sigue hipnotizado por la fricción de los metales en sus secas y estropeadas manos.
El muchacho de botas no mira a los ojos. Jamás volteó. Un delgado personaje, al menos la guanga camiseta daba esa ilusión, amablemente respondió a cada una pregunta sobre un tema que puede estarse replicando en cada uno de los municipios de Baja California Sur, y sus 87 ranchos agrícolas que ha contabilizado la secretaría del Trabajo estatal.
Reportero: Y, Antonio, de pura casualidad, ¿sabes cuántos viven en toda la zona?
Antonio: No sabría decirle cuántos, varía, pero nunca los he contado. Viviendo aquí tengo poco tiempo y no vengo muy seguido –continúa el ruido metálico– no sé, en realidad, no sé.
R: Oye y no te gustaría, no sé, mejores condiciones de vida o regresarte a tu pueblo, conseguir un hogar más cómodo, digo, ¿por qué sigues aquí? ¿Cuánto tiempo estarás aquí?
A: El tiempo que sea necesario, sólo estoy esperando la temporada de fresa o tomate, pues, en rancho El Silencio. Pos (sic), sí vivía mejor allá, en mi pueblo, y pues, sí quisiera regresar, pero… no se puede. Aparte, me aguanto por mi mujer, y aquí vivimos con su papá, quien, cuando no hay temporada, junta basura para vivir.
Las estrictas reglas del campo agrícola El Silencio lo obligaron a salir. Ahora espera cada vez que las temporadas grandes ocupen más mano de obra para obtener unos mil 150 pesos semanales. Es la primera vez en cuatro años que pasará días en la marginada zona que se ha convertido en un espectáculo para los locales.
El “chemo” (pegamento industrial) es la base de esta sociedad. Antonio no se droga, tampoco bebe alcohol: “Yo no lo hago, pero allá si le hacen: no me dan miedo, pero yo no le hago a eso; se ponen como locos”, dijo mientras apuntaba a la casa contigua.
Sin embargo, ha sido testigo del desenfreno de los otros, cuando la lumbre colorea la noche en el basurero y, de paso, combaten en el frío aire nocturno. Los ha visto con una bolsa en la boca olisqueando una sustancia amarillenta hasta perderse en su locura; algunas veces un viaje sin retorno: prefiriere seguir entre la basura.
Antonio es oriundo de Zongolica, Veracruz. El Instituto Federal Electoral (IFE) de Veracruz decidió, durante 2013, que el XVIII distrito electoral Jesús Cruz Sobrevilla, con cabecera en Zongolica, tendría que desaparecer, porque el fenómeno de la migración dejó pueblos fantasmas.
Sus habitantes se han ido, unos para Estado Unidos, el resto se sumó a la odisea de miles de indígenas por el territorio nacional en una travesía por las parcelas de Sinaloa, Sonora, Baja California y Baja California Sur.
De acuerdo al último censo del Inegi en 2010, Veracruz perdió cerca de dos millones de ciudadanos. Periódicos en aquella región han evidenciado las terribles carencias que prevalecen: condiciones de marginación, falta de servicios elementales para el desarrollo del ser humano, desde agua, salud, vivienda y educación.
En dos meses, la temporada iniciará y existe la posibilidad para Antonio de quedarse en el rancho otra vez. No tiene hijos, pero el amor por su mujer lo obliga a continuar. No desfallecer. Intenta no repetir el patrón de sus vecinos.
Por lo pronto, espera acabe la ausencia transitoria de su esposa y suegro y estos lleguen, al fin, con la comida. Ahí no tienen donde cocinar y por ello compran algo preparado. Ya tardaron. Más tarde me enteraría que el suegro de Antonio tiene la mala costumbre de visitar las cantinas luego de conseguir dinero con la venta de plástico y aluminio; la pareja de Antonio sólo acostumbra esperar en el pick up.
Lo dejé con su espera. Desistí extender la charla al percatarme de la esperanza amontonada en el contorno de sus ojos marrón cuando habló de ella. Antonio, el joven jornalero, pasó de una expresión vacía e indiferente a un gesto afable: quizá palpar ese recuerdo en específico hacía que olvidara el tiempo que llevaba aguardando su regreso.
La fotografía de la rubia modelo de una revista deshojada, mucho menos el aire espeso en aquel paraje oscuro, desvían su atención de la imagen de la chica en su mente. No mencionó su nombre. No era necesario conocerlo, pues los hombres acumulan tesoros y este era el suyo. Le dije adiós y atrás quedó Antonio, quien volvió a enfocar su energía en restregar los fierros.