Pese a las corrientes de aire que se estrellaban por doquier, el pedazo de tela se mantuvo caído. La bandera de México insertada en una improvisada asta sobre el techo de una vivienda cubierta por el logotipo de la cerveza Corona, luce similar a una flor marchita. Inmóvil. La curiosidad por tan singular evento acaba con los estridentes ladridos de una perra que resguardaba a sus crías.
La figura de Rigoberto Prudencio apareció con una cuerda amarilla deslizándose por sus guantes negros. La cortaba en fragmentos más pequeños con una navaja pequeñísima. La perra enmudeció.
En cuanto lo saludé, observé el cuchillo que imitaba la forma de un mini machete. Me puso nervioso. Lo llevaba en un forro de piel sujeto a su cinto.
Un grupo de datillos encorvados sin florecer era el jardín de Prudencio. Tenía enormes sacos con botellas de plástico hechas con costales percudidos de los campos agrícolas cercanos.
Un par de mancuernas de cemento, tres cajas de cartón, una sombra construida con malla azul y cinco troncos de yuca, una hamaca y un tendedero de ropa. El pedazo de tierra que adoptó como suyo no estaba carbonizado.
Llevaba minutos sin decir nada por el humo y polvo que se atascaban en mi garganta. Él me observaba mientras seguía con un extremo del chicote y el resto se enrollaba como serpiente junto a sus raspados zapatos negros.
Reportero: Hola, muy buenas tardes –dije enronquecido–, soy reportero en La Paz. Supe de su situación y quisiera hablar contigo sobre las condiciones en las que vives; conocer por qué estás aquí
Rigoberto: Extravié mis papeles y ya no pude trabajar en el campo, los piden en el campo. Piden acta de nacimiento, credencial de elector. Ya intente sacar en la delegación del pueblo, pero no me ha llegado.
R: ¿De dónde eres? ¿Dejaste algún familiar en dónde naciste?
Rigoberto: Pues soy de Morelos y allá se quedó mi “amá” (sic) y hermanos. En Sinaloa dejé a mi esposa –contestó seco–, no tengo hijos.
R: Y ¿por qué andas por este lugar tan lejano? ¿Qué te trajo aquí, a Baja California Sur?
Rigoberto: Es que antes, hace poco, trabajé en el rancho Los Pinos. Cuando llegué, hace dos años, lo hice para El Piloto. Los campos pues “ta´bien” (sic), muchos no les gusta el campo, pero allá, de donde yo soy, también es campo. Antes de venirme estuve en México, pero nos dieron vacaciones a todos (no requirieron de sus servicios como albañil).
Tengo dos meses viviendo aquí, vivo recogiendo basura, botellas que reciben en Vizcaíno; las separas por colores. Fierro, alambre de cobre también lo compran allá (en la ciudad).
Al igual que Antonio, Rigoberto no usa drogas. La pregunta provoca una sonrisa nerviosa; tuve que creer en su respuesta a pesar del envase con Resistol 5000 junto al cactus. Agachó la cabeza se relamió los labios y de inmediato regresó a colocar una línea horizontal inexpresiva debajo del bigote.
En su rostro, la colección de arrugas prematuras a causa del sol se ramificó igual a los arroyos secos de la región. “Yo nomás me tomo unas cuantas (cervezas)”, dijo regresando la vista hacía donde me encontraba. Y aclaró: “adaptarse no fue difícil”. Narró que hay rondines de la Policía Ministerial o Municipal por ese cinturón de pobreza. La mayoría del tiempo nos vigilan, expresó con naturalidad.
Al estado, según publicó el diario La Jornada (miércoles 12 de julio de 2006), en la nota informativa “Explotación de jornaleros agrícolas en ranchos de Baja California Sur”, cerca de 25 mil jornaleros dejan sus poblaciones de origen por el anhelo de un bienestar mejor. Pocas veces ocurre eso. Alrededor de los campos giran fenómenos sociales de migrantes que proceden, “en su mayoría, de Oaxaca, Veracruz, Guerrero y Sinaloa (Semanario Zeta).”
El desconocido y su mundo
Mientras Rigoberto Prudencio y yo hablábamos de su vida, una pick up pasa aprisa por el camino de terracería. Detuvo su marcha, bajó un tanque azul, lo vació en un montículo de verduras podridas.
Semanas sin servicio público de recolección llevó a la proliferación de tiraderos clandestinos, y aquel 22 de septiembre de 2013 no era la excepción. Arrancó el motor para desaparecer metros después.
Cuando la nube de polvo se disipó, la silueta de un hombre de barba rala y abundante surgió. Apretujaba contra su nariz y boca una mano, el pegamento lo manipulaba con la izquierda para llenar bien sus pulmones de químicos: comenzó una perorata con nadie.
Su guarida: cinco costales gigantescos con plásticos que formaban un medio círculo. Se agachaba y desaparecía por completo. Así lo hizo en varias ocasiones. La primera vez que consumó la proeza, al salir, emitió una frase con dedicatoria para el personaje que vivía en su memoria: “Tu ruca coge bien, Chilo (sic)”. Movía el brazo, a lo mejor trataba de atraer la atención del sujeto invisible. Se escondió. La segunda vez acusó al un hipotético enemigo: “Te apesta”.
El otro Antonio
En el camino, envolturas de recipientes de la marca de refresco favorito de México, artículos de limpieza, leches en polvo para bebé, inundaban el piso e inclusive arbustos o cactáceas: una excelente estrategia publicitaria. A mi izquierda, muy adentro del basurero, entre dos cerros con basura, una casa de madera con mejor aspecto que las demás. En su interior un sujeto de tejana blanca, cinto piteado, camisa brillosa color crema con unos gallos de pelea en rojo. Dos que escuchaban. Siempre dio la espalda, Antonio Victoriano no.
En el fragmento del terreno que se afectó más por los recurrentes incendios, Antonio Victoria, de 40 años, cabello negro por debajo de la oreja, gorra bordada con un gallo de combate, salió de una colina frente a mí, pocos metros después de pasar el hombre de sombrero. Se dedica a la pepena
Pues tiene cuatro años que no consigue un empleo en las granjas. Viajó a Sinaloa para integrarse a la plantilla laboral de la Empacadora Verónica. Estuvo en Camalú, Baja California, 23 años atrás. Trabajó como jornalero en El Piloto y para un ranchero local. Lo despidieron. Dijo tener una “entenada”.
Antonio Aureliano: “No me junto aquí con nadie, hay mucha gente mala; no hay ninguna gente limpia –reveló la desconfianza con sus semejantes. Ejemplificó, a la vez, con un acento apenas entendible, con el suegro de Antonio el joven–. Allá su suegro le dice que van a cambiar lo juntado por dinero, pero ese viejito toma mucho y se queda en una de las tres cantinas frente al (rancho agrícola número) ocho”.
Por lo mismo, él no vive en esa Tierra Negra de la Reserva de la Biosfera de Vizcaíno. Reconoció extraña el olor de los cafetales de su pueblo. También la paga: recibía 500 pesos al día; en Vizcaíno únicamente 80. Tal vez cualquier día de estos, dijo, regrese.