La cultura priísta nos ha dotado de héroes valerosos, soberbios y entregados a la nación. Los villanos de la historia mexicana son cobardes, conflictuados, egoístas, lejanos de la gente y con el objetivo de beneficiarse de forma individual. Unidimensionales, héroes y villanos logran el objetivo final de una Historia oficialista: legitimar al poder.

 

Conforme la Historia avanza, los próceres se vuelven medianamente complejos pero en el límite de lo provechoso al poder. De hecho, poco ayuda la prensa mexicana que, en la disyuntiva del control o el aplastamiento, ayudaba a la legitimación.

 

Cada uno de los presidentes de México era un ícono, ejemplo a seguir para generaciones futuras.

 

Hasta que llegó el 68.

 

Poco afortunado con las cámaras, con nulidad de carisma e imán hacia las cámaras de cine y televisión -el nuevo rector de la comunicación pública-, Díaz Ordaz no pudo ocultar no la matanza, sino la impericia comunicacional que otros, con mera prensa, lograron.

 

De ahí, todo fue cuesta abajo.

 

Salinas quiso replantear el modelo.

 

Desde un inicio -y ante los alegatos de fraude y falta de legitimidad que surgían de la oposición emanada del PRI e incluso desde dentro del PRI- el Presidente Salinas construyó una alianza con medios electrónicos e impresos. Acercó a columnistas y a cronistas que relataran cada uno de sus movimientos y acciones. Filtró a la incipiente prensa del corazón -entonces basada en revistas muy cercanas a Televisa- datos que acercaran al poder al esfuerzo de la población, como las horas que trabajaba y hasta el tipo de reloj sencillo que portaba.

 

Ese tipo de comunicación fue exclusivo de Salinas. No obstante, había dos miembros del círculo íntimo que se movían bajo otras fichas: Manuel Camacho y Luis Donaldo Colosio.

 

Camacho, pieza salinista primero en el gabinete de Miguel de la Madrid y luego en el PRI, debía ser mediático, conciliador, erudito en el arte político y sutil en el trato ciudadano por una razón política específica: la recuperación del Distrito Federal. Tras el arrase del FDN en la capital, el PRI debía hacer todo por rescatar terreno. Lo logró con acciones mediáticas que lo hicieron crecer…tal vez, de más.

 

Colosio tenía otros cometidos. Ante la desigualdad del país, el sonorense debía crear dos condiciones: la apariencia de un PRI democrático -difícil ante la génesis del partido que es una agencia de colocación entre grupos más que una plataforma- y la creación de comités que rindieran cuentas a Salinas y no a los viejos cacicazgos que, ahora, veían al naciente PRD como opción ante la debacle de presión hacia dentro del PRI.

 

Colosio logró llamar la atención de la prensa. Su estilo era una rara mezcla entre la disciplina y el enorme carisma. De hecho, su enorme disciplina lograba ser malinterpretada: disciplina a Salinas más que al plan.

 

El discurso del 6 de marzo rompió dicha percepción. Después, el caos y el asesinato.

 

Desde entonces, la Historia oficial ha construido la imagen de un Colosio conflictuado con Salinas, dolido por su falta de apoyo, casi como si el mítico discurso fuera una revancha y no una convicción.

 

Un héroe mártir. Lo que le faltaba al nuevo PRI.

 

En el cálculo casi perfecto de esta narrativa hay otro elemento: su esposa ha muerto también, sus colaboradores -en la gran mayoría- han sido excluidos. La historia cuaja de forma perfecta.

 

No obstante, hay algunos que no estarían muy de acuerdo en esta versión de Colosio, que no compartirían la visión que, año con año, hicieron crecer desde el poder. Visión que no fue acompañada de una real investigación del caso.

 

Ojalá y este aniversario del asesinato sirva para recordar lo principal: Colosio fue esposo, padre, político y servidor público. Murió a la mitad de un conflicto donde las reglas de traspaso del poder estaban caducas y el presidencialismo mostraba su desgaste y malfuncionamiento.

 

Lo que hay que recordar no es al héroe mártir fabricado desde el poder, sino los preceptos que, ahora más que nunca, se olvidan en el movimiento.