¿Cuándo fue la última ocasión en que compraron un disco físico? La pregunta parecía ilógica y hasta tonta años atrás. Actores y cómicos se hicieron ricos gracias al secuestro de televidentes y audiencias que, embrutecidos por la promoción en televisión, compraban discos de larga duración -los famosos LPs- donde el famosillo demostraba su falta de talento vocal revestido de una gran campaña de marketing. Lo mismo sucedía con artistas prefabricados en todas partes del mundo.

 

Los casos donde Darlene Love era la voz detrás de un grupo de simpáticas cantantes hasta los falsos y reales Milli Vanilli se reprodujeron en el orbe con todo tipo de nombres. La mano De Llano dirían algunos en el ambiente mexicano.

Desde los setenta hasta principios del siglo XXI, la industria musical vivió de un balance peculiar: artistas que deseaban crear discos conceptuales y perfectos que, en muchas ocasiones, no vendían de forma masiva pero que daban credibilidad y realce a sus disqueras.

 

Por el otro, artistas plásticos y desechables que sostenían a sus disqueras por la venta de un disco inflado vía publicidad y exposición en medios -exposición muchas veces creada por la famosa payola-. Para el siglo XXI, todo acabó.

 

La aparición del mp3 de forma masiva y el intercambio vía métodos peer to peer comenzaron por descarrilar el tren de la soberbia discográfica, donde el poder del producto se centraba en los directivos y encargados de artistas y repertorio.

 

Luego, las redes sociales y servicios como Pandora, Last FM y blogs especializados acompañados de la popularización del ipod y de la tienda iTunes transformaron, para siempre, la industria.

 

Disqueras enteras entraron en la ruta de quiebra o problemas financieros. Algunas fueron absorbidas, otras desaparecieron.

 

Por supuesto, la música comenzó a verse como un objeto desechable, de comercio fácil y rápido y sin valor estético.

 

Las colecciones fonográficas se transformaron en discos duros de 500 gigas, uno o dos terabytes. La labor de diseñadores quedó en un segundo término, el objeto arte se extravió en terminología como número de descargas, compresión, kpbs. Términos a kilómetros de distancia de la esencia de la industria: poner la idea completa de un creador al alcance de todos.

 

Porque, al final, un disco entero es eso: la propuesta artística de una persona o un grupo de personas que desean, a través de la armonía, melodía y el ritmo, proponer una visión de su entorno.

 

Revólver, SGt pepper, The Wall, The dark side of The Moon, Let it Bleed, Freewheelin’, who’s next, Out of time, Nevermind, use you illusion I y II, Kid A, sólo son algunos nombres que no pueden –aunque la radio haya fomentado eso- convertirse en sencillos encapsulados en el mismo espacio físico o el mismo apellido. Son algo más que eso.

 

Hemos vivido tres lustros donde el disco compró su espacio en el pasillo de ofertas y devaluó su valor fetiche, su objetivo de herencia.

 

Herencia.

 

Es ahora, donde el egoísmo millenial se exacerba que el disco regresa.

 

Nadie quiere presumir un disco duro. Lo que da presencia y diferencia son las portadas de los discos que atesoras, la manera en que los catalogas, el orden que escogiste para acomodarlos.

 

Regresan los viniles, no sólo porque el paso para su digitalización es más difícil, sino porque su presentación es más llamativa, más seductora, más personal.

 

Igualmente, hay bandas que, basados en ello, pretenden hacer valer el arte, su esfuerzo, su atrevimiento.

 

Wu Tan Clan ha anunciado que saldrá a la luz pública su trabajo Once Upon a Time in Shaolin. A diferencia de otros, la banda expondrá –como si fuera una pintura o escultura- las canciones en distintos museos y foros alrededor del mundo. Al término de la muestra, el grupo subastará una sola copia del disco en millones de dólares a un solo comprador.

 

¿Locura? No tanto. Al momento, las ofertas van en cinco millones de dólares.

 

De lo plástico a lo artístico a lo estético. Revaloremos la música. Seguro nos hará mejores. O la perderemos por siempre.