Daniel Lezama cumple 46 años este 2014, situándolo entre los mexicanos nacidos en el año de la urgida, y urgente, voz estudiantil. Haciendo un ejercicio inductivo digo que seguramente por su desarrollo entre París-Texas-México, más de una vez el eco referencial del violento año de su nacimiento se le presentó en lo público y en lo íntimo. Induzco que hay una marca del 68 en el cuerpo de su pintura. Induzco la nostalgia del origen que implica el constante ser extranjero. Induzco la necesidad de esta nostalgia para llevar al origen en una cajita de curiosidades: México y sus dolores. México y sus amores. Induzco la urgencia de pasión, de presentación del potente perfil grotesco de lo mexicano. Reconozco la técnica de su pincel al mezclar el muralismo y el claroscuro que tan románticamente le subraya la crítica. Reconozco el acento de las cicatrices históricas en lo cotidiano y la ironía con la que las presenta.
Confrontarnos por el atrevimiento de Daniel Lezama nos delata ignorantes de nuestro presente, nos delata mojigatos. El problema no radica en que los muralistas ya habían expuesto el desnudo penetrante de la mexicanidad oficial. El problema radica en que el enaltecimiento de la osada pintura de Lezama prueba que, no sólo como mexicanos sino como humanidad, tememos—escandalosamente todavía—a la integración, toda integración. La del arriba con el abajo, la mente con el cuerpo, el amor con el odio, el éxtasis con la locura… y la acechante muerte motorizando, siempre, toda dualidad.
Daniel Lezama ha causado escándalo y veo la causa, es clara: violencia, desnudez, abuso y miseria de lo mexicano. Me enfada la causa. Me aburre la causa. Incluso me entristece. Que la vigencia del desnudo, de la manifestación de violencia extrema y la miseria causen escándalo y, en el peor de los casos, censura demuestra que estamos por abajo de nuestro presente, no sólo el nacional.
Llevamos siglos, me atrevo—sin ser esto un atrevimiento en absoluto—en decir que desde la primer mañana humana hemos sido partícipes en el erotismo, la violencia y la miseria, nos es natural. Manifestar esos dos principios fundamentales de nuestra condición es, entonces, esperado en la obra del poeta de cualquier arte. Aquél concepto, aquél principio que haya expirado por nuestra evolución desaparecerá, necesariamente, del discurso poético.
Si nuestro presente está inmerso por violencia miserable, violencia miserable se encontrará en los arcones históricos de nuestro arte. Lezama—induzco que sin saberlo—contribuye sólo en exponer lo urgente que nos es superar el escándalo frente a la miseria en el arte para así lograr confrontar la miseria del vecino, del país, de la humanidad, de uno mismo en el plano de la realidad ya no en el acogedor mundo del poeta.