Obediencia Perfecta, la ópera prima de Luis Urquiza (con amplia experiencia como productor de cine y televisión), es una cinta que se sitúa en un limbo incómodo: no quiere molestar a dios, pero tampoco tentar al diablo.
Filmada con cierta secrecía, el filme sugería desde su primer avance, que esto sería “la película sobre el padre Marcial Maciel”, el infame líder de los Legionarios de Cristo que fuera acusado de abuso sexual en los años 90 y que tras ese hecho se destapara la cloaca sobre la pederastia dentro de la iglesia católica.
La primera sorpresa es que, si bien la cinta deja en claro que su personaje principal está basado en Maciel mismo, prefiere no meterse en problemas y le cambia el nombre por el de “Angel de la Cruz” (un muy intenso Juan Manuel Bernal), director y fundador de los “Cruzados de Cristo”, institución que forma a nuevos seminaristas que llegan con la ilusión de convertirse en “soldados de Dios”.
Uno de esos jóvenes es Julián (Alfonso Herrera), enviado por su familia para volverse cura (“siempre es mejor tener un padre que un doctor en la familia”) y así “salvar almas”. Al llegar, el ambiente parece de lo más tradicional para un internado: estudios de teología, partidos de fútbol, el bullying con los compañeros de más edad y hasta cierta camaradería entre estos pre-adolescentes unidos por el ataque de sus hormonas y la zozobra de no saber a ciencia cierta el por qué están ahí.
Eventualmente el padre Cruz elegirá a Julián como su favorito, haciéndolo huésped constante en su casa y exigiendo a cambio obediencia total además del clásico “no se lo cuentes a nadie”. Así iniciará un juego de poder entre el cura (que pronto mostrará su cara más perversa) y el niño que ante la manipulación irá recorriendo diferentes estados de “obediencia” hasta no sólo perder total voluntad sino incluso sentir afecto por aquel que lo manipula.
La regla que permea a todo este filme es no ensuciarse, sugerir pero jamás mostrar. Ello de entrada no parece mala idea, al contrario, la cinta no busca el tremendismo barato o la estridencia morbosa, dejando como tarea para el espectador reaccionar ante las sugerencias, a veces bastante explícitas (aquella secuencia a negros donde sólo se escuchan voces), que revisten casi todo el filme.
Pero esa cautela extrema resulta también contraproducente, el guión alude a la posible complicidad de políticos y empresarios, pero al igual que con el personaje de Maciel (y como dijera un clásico) no los nombran por su nombre verdadero. La cinta promete ser un exploración en la psique del monstruo Maciel/Angel, pero tampoco se atreve a entrar en las fauces del lobo (explicar sus motivos sería deseable pero a todas luces imposible), sólo lo observa desde afuera, nunca juzgando y tampoco condenando, tal vez si acaso porque sabe que la sociedad misma ya lo ha condenado desde mucho antes.
Mención aparte merece el ejercicio actoral de Juan Manuel Bernal en el protagónico, aunque todos resultan destacables, principalmente el grupo de adolescentes seminaristas que se debate entre la obediencia a los curas o a sus instintos sexuales que se encienden a la menor provocación externa.
La cautela extrema termina minando las buenas intenciones de este filme en un tema que ha sido tratado con mucho más contundencia en cintas notabilisimas como el documental Agnus Dei: Cordero de Dios (Sánchez, México, 2011) sobre una víctima de pederastia que años más tarde irá en búsqueda de su agresor, y Maxima Mea Culpa (Gibney, Irlanda, 2012), sobre los abusos sexuales de un sacerdote en una escuela para niños sordos. Ninguno de estos documentalistas tuvo empacho en hacer enojar a dios y al diablo por igual.
Obediencia Perfecta (Dir. Luis Urquiza)
3 de 5 estrellas.