Entre el apartheid y la lucha por la igualdad racial, Nelson Mandela. Icono de la Suráfrica contemporánea. Junto a él, el deporte, el poder suave de la política ruda. El rugby como unificador racial y el futbol como el destape de un país frente al mundo.

 

En efecto, un Mundial de futbol puede representar la creación de un paradigma, sobre todo si la sede es africana: ubicación geográfica lejana del interés global; terruño donde la nada y la noticia son equivalentes. Museo desvalijado.

 

Un Mundial de futbol es una especie de seguro de vida turística pero también un detonador de imágenes, generalmente positivas. El de Suráfrica, representó su rescate de la indiferencia. Suráfrica, sacudido del apartheid y con un pop star social, Nelson Mandela, se reposicionó en la mente de los globalofílicos.

 

En efecto, la palabra Mundial es polisémica. Cuando se le acompaña del balón se convierte en fiesta global; momento para alegrar al espíritu. También significa FIFA; la Federación Internacional de Futbol Asociación se convierte en un gobierno global paralelo. No es Davos la sede del poder financiero; tampoco Washington con el Banco Mundial. No es la Organización de Naciones Unidas (ONU) la que aglutina al mayor número de naciones (193). Es la FIFA con 209 países. Poder supranacional durante los 30 días que dura el evento.

 

Por muchos años, pensar que la FIFA otorgara la sede de un certamen a un país africano resultaba una imagen utópica. Romper con duopolio continental, europeo y americano, era poner en riesgo la rentabilidad del evento.

 

La FIFA se percató que la globalización del balón corrió más rápido que la comercial y la financiera. Sobre el nivel competitivo de las naciones africanas, el Mundial de España 1982 despejó cualquier tipo de incógnita. Camerún y Argelia trastocaron la ruta crítica comercial que Italia y Alemania aseguraban con su presencia en la segunda ronda. Camerún, de la mano de Roger Milla, le jugó al tú por tú a los italianos que posteriormente ganarían el título.

 

Por su parte, Argelia venció a Alemania y posteriormente sería víctima de un pacto entre austriacos y alemanes, quienes se pusieron de acuerdo para, entre ellos, negociar un empate, único resultado que eliminaba al equipo africano.

 

La FIFA eligió el proyecto de Suráfrica sobre los de Egipto y Marruecos; la narrativa social de la sede ganadora generaría un símbolo extra al futbol. Y como en la globalización los iconos hablan por sí solos, Suráfrica, de la mano de Nelson Mandela, anotaría un gol a la indiferencia.

 

El poder blando que emerge de la FIFA tomó en cuenta dos aspectos torales para otorgarle a Suráfrica el premio mundialista: la excarcelación de Nelson Mandela, preso número 46664, el 11 de febrero de 1990, y las elecciones de abril de 1994 (el mes pasado la democracia surafricana cumplió 20 años) que disolvieron la posibilidad del regreso del apartheid.

 

Partido entre la violencia y el futbol

 

Por muchos años Suráfrica se convirtió en exportador nato de racismo a través del apartheid. De ahí la locura de prohibir que blancos y negros pisaran la misma playa. Nadie duda que Suráfrica es uno de los países más violentos del mundo. Sin embargo, los pronósticos catastrofistas de que los turistas que viajaron para presenciar el Mundial de 2010 se encontrarían frente a peligros inminentes, nunca ocurrió. De hecho, para el profesor de la Universidad de Dalhousie en Canadá, Gary Kynoch, asegura que ese tipo de informaciones “sensacionalistas ocultan la realidad de la violencia en la Suráfrica contemporánea” (“Una historia de violencia”, Dossier La Vanguardia, Suráfrica, 2014).

 

Para entender cómo Suráfrica se convirtió en una sociedad tan violenta, por qué la violencia se ha concentrado en el seno de las comunidades negras y por qué tales niveles elevados de violencia han persistido durante 20 años tras el fin del apartheid, debe profundizarse en la historia concreta de ese país.

 

La colonización blanca de Suráfrica difirió en alcance, naturaleza y duración en comparación con el caso de otras colonias europeas en África. La población blanca contaba con más de un millón de personas a principios del siglo XX y alcanzó su punto más alto de unos cinco millones en 1990. El sólo número de la minoría blanca gobernante, combinado con una enorme riqueza de minerales y una importante base industrial, equipó al Estado con una capacidad represiva sin igual en el África colonial.

 

Johannesburgo se convertiría en una de las ciudades más violentas del país. Fue fundada con ocasión del descubrimiento de yacimientos auríferos a finales de la década de 1880 y pocos años después se convertiría en el centro industrial más importante de África.

 

El carácter despiadado de la industria minera, de común de acuerdo con las prácticas estatales de encarcelamiento de gran número de negros, dio lugar a que la población negra urbana se viera expuesta a la violencia de forma sistemática.

 

La violencia de los delincuentes y de las llamadas patrullas vecinales marcaron la última década del apartheid. Cuando se hizo evidente que la oposición pacífica no conseguiría liquidar el dominio blanco, las protestas políticas episódicas de los años 60 y 70 tuvieron su continuación en las insurrecciones urbanas de la década de los años 80.

 

El Estado respondió con la represión total y sistemática con una policía dispuesta a aplastar la disidencia política con contundencia. Como resultado de ello, la relación entre los africanos de las zonas urbanas y las fuerzas del orden se deterioró aún más.

 

Un gran conocedor del futbol, pero sobre todo de la situación política de Suráfrica es John Carlin. Como corresponsal del periódico The Independent fue enviado a Suráfrica en 1989. Carlin confiesa que a su llegada pensó que lo habían enviado a otro planeta porque “nunca había estado en un país en el que el racismo estuviera legalizado” (El Mundo, 17 de diciembre de 2010).

 

Durante el Mundial de 2010, se disiparon las dudas sobre la inseguridad. Las recomendaciones que las embajadas y agencias de viajes dieron a los turistas, se convirtieron en típicos clichés cuasi apocalípticos.

 

Un país de contrastes

 

“He acariciado el ideal de una sociedad libre y democrática en la que las personas vivan en armonía e igualdad de oportunidades. Es un ideal y espero vivir para lograrlo. Pero, si fuera necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir”. Palabras de Nelson Mandela con las que bien podría colocar como ornamento cultural de Suráfrica. El sueño de Mandela va abriéndose camino, pero todavía le falta mucho por transitar. Suráfrica tiene dos rostros económicos, el de una nación con estándares occidentales que coexiste con otro, el de un país profundamente subdesarrollado.

 

Su clase media se ha multiplicado por tres durante los últimos años pero no crea riqueza mientras que el sector público ofrece los mejores salarios. Una cuarta parte de la población ocupa viviendas en malas condiciones o asentadas en la informalidad.

 

En el desempleo permanece entre el 35 y 40% de la población; los beneficiarios del Estado de bienestar han crecido, 14 millones entre los 52 millones de la población total. La tarea para el presidente Jacob Zuma es abultada. Al inicio de este mes tomó posesión después de haber ganado la reelección.

 

Una infraestructura sin Champions, no es infraestructura

 

Después de la fiesta, la infraestructura sufre. Suráfrica no tiene una liga de futbol global, y como tal, su oferta de estadios mundialistas se encuentra ociosa: “Tenemos que repensar lo que haremos con el estadio de Green Point” (El País, 25 abril 2013), reconocían las autoridades de Ciudad del Cabo tras comprender que dos conciertos importantes y un partido amistoso al año no sirve para mantener una mole que costó más 7,200 millones de pesos.

 

El gasto que realizó Suráfrica en infraestructuras, en total, fue de más de 81 mil millones de pesos (se incluyen gastos en aeropuertos y otras infraestructuras). El mantenimiento de los campos es un problema para un país que cuenta con una de las redes de los mejores estadios del mundo y que no cuenta con espectáculos para hacerlos rentables. Sudáfrica gasta 127 millones de pesos en este aspecto.

 

En la práctica, los tres grandes, Johannesburgo, Durban y Ciudad del Cabo, sobreviven con inventos como el que se trató de echar a andar el año pasado: un premio de la Fórmula 1 en Ciudad del Cabo, sin embargo, los números no convencieron a los organizadores. Así que sólo queda organizar conciertos y algún partido de la liga de rugby o, inclusive, alquilar las instalaciones para bodas y cumpleaños.

 

El turismo también sufre. En Ciudad del Cabo, que es la ciudad más turística del país, los niveles de ocupación están al 25%, peor que en 2009, año en el que quedó lista la oferta hotelera para el Mundial. “Se construyeron 14 nuevos hoteles por la Copa del Mundo y ahora hay un exceso de oferta” (El País), reconocen las autoridades municipales. Se plantean subsidios para evitar cerrarlos. Dos factores subyacen en la crisis: el rand (moneda sudafricana) sigue muy elevada y la crisis internacional.

 

Entre las externalidades positivas que arrojó el Mundial de futbol se encuentra el desembarco de grandes marcas internacionales, como la gigante Wallmart y el banco HSBC.

 

En resumen, Suráfrica es un país más dentro de la red global. El Mundial no hizo el milagro como en su momento lo fue el rugby, sin embargo, el rugby no globalizó la imagen del país.

 

Lo que sí hizo el Mundial de futbol en 2010 fue haber rescatado a Suráfrica de la indiferencia para colocarla en la vitrina del mainstream. Ni más, ni menos.