A finales de 2013, un blog irrumpió en la red: imágenes hibridas -entre gráfica e ilustración-, “comix expandidos” atascados de color, vísceras y sangre de figuras diseccionadas. El impacto fue inevitable y Eduardo Ortiz Jiménez “Laloide” lo sabía porque desde morro el dibujo fue lo suyo y en algún momento, cuando la cosa se puso sería, se juró a sí mismo no replicar nada sino sacar todo lo que su imaginación cocinaba como producto de su andar entre letras de Poe, Kafka y Lovecraft, de los beats  de Kerouac, Burroughs y Gingsberg y el Punk-Rock.

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Laloide llega puntual. Viste playera negra y de su cuello cuelga una cadena de bolitas de metal con una muela brillante; usa lentes, tiene el cabello rizado y una ligera barba. Su apariencia no contrasta con la de los chicos que caminan por la calle de Cuba en el Centro Histórico de la Ciudad de México.

Sonriente, saluda y la plática comienza. Cuatro días atrás, un desvelado Eduardo Ortiz recibía el premio del XXXIV Encuentro Nacional de Arte Joven, en Aguascalientes por su pieza La rama del pecado: una serpiente gigantesca con el interior expuesto. La experiencia de recibir el galardón fue particular: “Como ganadores éramos una pantalla, los peones del ajedrez. Verle la cara a la clase dominante fue muy extraño. Te puedes imaginar una película de Tarantino: el personaje cliché, corrupto y doble cara. La doble moral burguesa al máximo”.

En poco tiempo sus obras (definidas por una estética estridente, colorida, humorística y a veces macabra) fueron ganando espacios en Internet, vía que eligió para mostrase con el alias de “Laloide Comix”. “Empecé a pegar rápido. Siempre honesto. Luego de una revisión de mi trabajo por parte de Enrique Arriaga, quien coordina el proyecto Fanzinoteca en el Museo del Chopo, me recomendó hacer gifs de mis imágenes”. (En este momento el escenario de la charla cambia porque en el primero hay demasiado ruido. Una vez preparados en otro punto) Laloide retoma: “En el momento en que me decidí por esto me impuse un juramento: me iba a concentrar, por sobre todo, en plasmar lo que venía de mi propia imaginación. Nada de réplicas. Las piezas finales provendrían de lo que se fuera mezclando en mi imaginación. Muy personal”.

Pero esta historia no comienza en Aguascalientes. Laloide creció en el Distrito Federal, cerca de la estación del metro Cuitláhuac. En la secundaria entró a unos talleres de artes plásticas. “Siempre me vi cerca del arte y la cultura. Me gustaba leer a escritores como Edgar Allan Poe, H.P. Lovecraft y otros autores que me encontraba en la biblioteca de mis padres, como Franz Kafka. Gracias a ellos siempre estuve cerca de esto. Somos una familia de humanistas y mis padres tienen una biblioteca que a pesar de no ser muy grande, no es tan común en las casas. Me gustaba estar en mi rollo y el dibujo era un ejercicio de diversión individual, algo que tenía que ver conmigo mismo”. Cuando ya estudiaba en un Centro de Educación Artística se decidió por las artes plásticas. “Me clavé en el Punk, la cultura alternativa y la generación beat. Dije: ¡Esto está más cabrón!”.

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Dispositivos antipedagógicos

El camino estaba marcado. Las letras y la música (su escuela primigenia) llevaron a Laloide a definirse por el arte, algo que cultivó con ahínco en sus días de universitario en la ENAP; algo que explotó en él cuando en una sesión del taller artístico “La Colmena”, dirigido por el connotado artista visual interdisciplinario José Miguel González Casanova —“quien apela al arte relacional y al arte-educación”— escuchó a alguien decir: “¡Oh vanidad, mal cristiano!”

“Pensé: es cierto, la vanidad es un mal que reprueba el cristianismo, el cual apela a la humildad. Inconscientemente tenía clavado esto de no sobresalir. Tenía pena de mostrar mis cosas. Cuando escuché eso dije: lo que yo tengo es un prejuicio cultural que no me deja crecer. La humildad es un mal cristiano y el cristianismo está hecho para someter. -Eso detono en mí varias reflexiones y fue entonces que empecé a publicar”.

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—¿Cómo defines tu arte?- Le suelto en un tono de camaradería.

—Mi arte es una mezcla de gráfica e ilustración. Es un híbrido. Desde que empecé a manejar los medios digitales me gustaron mucho porque podías explotar tu imagen muy cabrón. Se cortan ciertas limitantes y hay más posibilidades por el ctrl z; sin embargo, cuando maduras tu técnica te das cuenta que lo mejor es no equivocarte desde el principio.

—Has hablado sobre la deficiencia de un discurso en otros artistas, háblanos del tuyo.

—Es un poco etéreo pero se podría definir como dispositivos antipedagógicos, entendiendo a la pedagogía como línea general, no como esta idea de crear humanos felices, pues la escuela está hecha como fábrica para generar personas funcionales.

Entonces, la antieducación es justo como brindar material didáctico para poder realizarte dentro de tu propia subjetividad. Intento generar materiales que sean interactivos como el de la serpiente, en el que viene el nombre de todas las partecitas y un juego de encontrar las siete iglesias escondidas. Yo lo veo como material pedagógico antipedagógico. Esta antipedagogía se presenta en un mundo que no se interesa por los sujetos, sino por las masas… la cultura de las masas normativizadas.

Mi obra apela a un sujeto que se valga de la subjetividad radical para guiarse en sus decisiones. Un discurso que se presenta en el terreno de la psique para librar ahí una batalla.

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El teatro de la crueldad

Existe un libro que escribió el poeta, dramaturgo y escritor francés Antonin Artaud, se llama El teatro y su doble y en él habla del teatro de la crueldad, que es “algo un poco complejo pero que me gusta mucho porque tiene dos cosas importantes: la primera es la idea de la cultura como hambre; es decir, la cultura es una necesidad tan básica como el hambre; te puede costar la vida; te puede llevar a excesos, pero es una necesidad.

La otra tiene que ver con la peste. Artaud dice que la cultura se puede transmitir como infección. Se contagia. Eso se traduce a que lo que tú pretendas hacer tiene que ser tan poderoso que contagie esa emoción a las demás personas. Bajo esa premisa y bajo el hecho de que tenía una técnica más madura fue que empecé a hacer estos planos gigantescos de animales. Atascadísimos”.

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Para Laloide, mostrar en sus “comix expandidos” tripas, sangre y otras exquisiteces tiene que ver con que los humanos somos máquinas biológicas. Como un sistema. De esta manera violenta estéticamente, la figura de una disección sirve para mostrar cómo funciona esta maquinaria; no bajo la óptica de la realidad científica, sino bajo la subjetividad creativa.

“Es un discurso que reta a la ciencia. Un reto que actúa a nivel psicológico. Te puede contagiar a ese nivel, se activa, pero a la vez tiene una materialidad muy cabrona porque está el cuadro, es materia”.

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—¿Cómo elaboras una imagen? Le pregunto para cerrar la plática.

—La primera parte es una construcción mental, visionaria. Con el del caballo, por ejemplo (“comix” con el que el trabajo de Laloide adquirió mayor visibilidad luego de que el Centro Cultural Universitario de Tlatelolco lo incluyera en sus programas impresos), desperté y tenía la imagen: un unicornio al que se le vieran todas las vísceras. Antes de empezar a dibujar la imagen pienso en cómo va a ser. Luego busco planos y referentes y lo aterrizo en papel algodón. Corto el pedazo y lo trato directamente con lápiz.

Luego paso directo a la tinta y me clavo ahí. Como es tinta, cualquier trazo en que la cagues, ya valiste. Y si la cagas tienes que improvisar. Me gusta esa sensación de reto, de tensión por hacer la línea perfecta. Tiene que ver con la respiración, con la rapidez del trazo y buscar su perfección. (El arte de la tinta te saca de la modernidad. Es algo antiguo que te desprende de la rapidez de la vida actual). Ya que acabo todo el trazo (de 1m. x 80cms. aproximadamente) lo escaneo y en el proceso digital meto el color.

Esto es importante porque muchos me preguntan que por qué no los dejo en blanco y negro si ya están bien. Las personas crecen viendo televisión y publicidad lo cual es a color, entonces hacerlo de esta manera es un golpe visual mayor y es más fácil que la gente digiera esas imágenes si se parecen más a su cotidianidad. Además el color aporta una carga simbólica muy chingona.

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