Un dato que manejan las principales agencias de seguridad en Estados Unidos afirma que 80% de los delitos graves que se cometen en las grandes ciudades de ese país (Los Ángeles, Chicago, Nueva York, Miami, Atlanta) tiene su origen en las cárceles. En México, ese mismo fenómeno se repite: del total de delitos graves que afectan a los mexicanos (homicidios, secuestro, extorsión, narcotráfico), 65% se originó en las cárceles del país.

 

Ese dato, que confirma la grave crisis penitenciaria que se vive tanto a nivel federal como en las cárceles de los estados, podría ser la explicación más clara de por qué en México no han funcionado las estrategias de combate al crimen y a la violencia de los últimos sexenios, desde la guerra militarizada de Felipe Calderón hasta la fallida estrategia de la actual administración de Enrique Peña Nieto: mientras a las fuerzas armadas del Estado, llámense policías, Ejército o Marina, se les manda a combatir el delito en las calles, éste se sigue generando de manera impune y protegida al interior de los centros penitenciarios.

 

El mejor ejemplo de esa tesis es Chihuahua. En el 2010 la entidad más grande del país era una de las más violentas y de mayor incidencia en delitos como secuestro, extorsión y homicidios. Ciudad Juárez y la capital Chihuahua, junto a casi todas las regiones del estado, vivieron años sometidas por la delincuencia y Juárez llegó a ser considerada la ciudad más violenta del planeta. La situación comenzó a cambiar a partir de varias reformas que se implementaron en el estado, primero del sistema judicial, que instauró juicios orales y modernizó el sistema acusatorio, y luego por una profunda reforma del sistema penal y carcelario.

 

Al igual que la ciudad, el penal de Juárez llegó a ser considerado el más violento de América Latina; igual se encontraban las cárceles de Aquiles Serdán, Nuevo Casas Grandes y Cuauhtémoc, donde grupos de la delincuencia tenían el control absoluto, almacenaban arsenales y desde ahí operaban delitos como el secuestro y la extorsión. En la cárcel de Juárez había una pista de caballos de un cuarto de milla en la que cada 15 días se corrían carreras y apuestas; en el penal de Cuauhtémoc había un Palenque en donde había peleas de gallos y se presentaban cantantes; en la cárcel de Aquiles Serdán funcionaba un bar con table dance, donde los reos invitaban a personas del exterior que entraban y salían sin ningún control.

 

Una anécdota que describe la ingobernabilidad que había en las cárceles de Chihuahua cuenta que cuando Eduardo Guerrero Durán, fiscal encargado de los penales, hizo su primera visita a la cárcel de Aquiles Serdán, el director del penal preguntó para qué quería entrar. “Para hacer una inspección”, dijo el funcionario. “Déjeme ver si puede pasar, tengo que pedir permiso”, respondió el director y fue a pedir permiso a los delincuentes que controlaban la cárcel. Cuando el fiscal finalmente entró, lo primero que vio fue a cuatro hombres armados con AK-47 que le cerraron el paso. “¿Qué busca, amigo?”, preguntaron. “Sólo quería conocer el penal”, dijo el funcionario. “Pues ya conociste, así que a chingar a tu madre”. El fiscal dio la vuelta y abandonó el centro penitenciario.

 

A partir de ese momento la Fiscalía Especializada en Ejecución de Penas y Medidas Judiciales, a cargo de Eduardo Guerrero, inició una reingeniería total del sistema penitenciario basada en casos de éxito en otros países y modelos de alta seguridad en México. Más de mil acciones y seis ejes rectores se propusieron eliminar el autogobierno y despresurizar los penales, reconstruir la infraestructura estratégica, fortalecer la tecnología, estandarizar proceso y procedimientos, capacitar y fortalecer al capital humano y mejorar las oportunidades de reinserción social.

 

Tres años y medio después, las cárceles de Chihuahua son consideradas un modelo a nivel nacional y cuentan con la certificación de la American Correctional Asociation; su modelo de prevención del delito fue también reconocido como uno de los de más éxito en México. Estadísticamente los delitos en las principales ciudades del estado disminuyeron en la misma medida en que se retomó el control de los penales, se desmantelaron 13 bandas de extorsión y 9 de secuestradores. Se trasladó a mil 939 reos a penales federales y se reubicó a otros 5 mil en distintos penales del estado; se decomisaron 500 armas de fuego entre cortas, largas y hechizas y más de 12 mil cartuchos, 32 granadas, mil 401 teléfonos celulares y 5 mil litros de alcohol.

 

Hoy Chihuahua, si bien no puede decir que ha desaparecido el fenómeno delictivo, ya no figura entre los estados con mayores delitos, y cifras del Sistema Nacional de Seguridad Pública registran una notable disminución de los secuestros, extorsiones y homicidios. Incluso, organizaciones civiles como el Observatorio Ciudadano han reconocido la disminución de los delitos en el estado y Ciudad Juárez, aunque sigue siendo una frontera conflictiva, ya no registra las mismas tasas de violencia e inseguridad.

 

No puede decirse lo mismo de Michoacán, Estado de México o Tamaulipas a pesar de que han recibido y reciben actualmente los grandes operativos federales. ¿No estaremos viviendo con el modelo de seguridad equivocado?

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