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Esa pareja que se besa, cuando el alba desafía el añil y otros azules de la noche, sobre el Paseo de la Reforma, donde el Circuito Interior abre un claro entre los edificios, sostiene con su gesto y con su abrazo a la ciudad entera.

 

 

Y para darle palabras a la sonrisa cómplice con que los ayuda ese chico que pasa a su lado, para entender la enorme importancia de que el amor y el alba sobrevivan, de que la rebeldía los acompañe y se alimente de su abrazo, no queda más remedio –ni remedio más gozoso– que leer a Efraín Huerta, que hoy cumpliría cien años.

 

 

“El gran cocodrilo”, como lo llamaban, según él, por su aguante y su pereza, nació en Silao, Guanajuato, hace un siglo exacto, mientras la División del Norte atacaba Zacatecas y Victoriano Huerta empezaba a fraguar su huida. Ese mismo año, con apenas meses de diferencia y destinados a colocarse en los extremos opuestos de casi todo, nacieron dos de sus grandes amigos y compañeros, también en casi todo: Octavio Paz y José Revueltas.

 

 

Huerta hizo mucho de lo que se puede hacer con tinta, arte y una imprenta. Fue aprendiz de tipógrafo cuando, adolescente, todavía vivía en el Bajío y se llamaba Efrén –el nombre se lo cambió en la ciudad de México.

 

 

Fue después crítico de cine y colaboró en la fundación de la asociación de Periodistas Cinematográficos Mexicanos (PECIME). Fue también crítico literario y ensayista. Pero sobre todo fue poeta, un poeta dedicado a retratar, vivir y transformar el mundo y los hombres y mujeres que lo pueblan.

 

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