Esa pareja que se besa, cuando el alba desafía el añil y otros azules de la noche, sobre el Paseo de la Reforma, donde el Circuito Interior abre un claro entre los edificios, sostiene con su gesto y con su abrazo a la ciudad entera. Y para darle palabras a la sonrisa cómplice con que los ayuda ese chico que pasa a su lado, para entender la enorme importancia de que el amor y el alba sobrevivan, de que la rebeldía los acompañe y se alimente de su abrazo, no queda más remedio –ni remedio más gozoso– que leer a Efraín Huerta, que hoy cumpliría cien años.

“El gran cocodrilo”, como lo llamaban, según él, por su aguante y su pereza, nació en Silao, Guanajuato, hace un siglo exacto, mientras la División del Norte atacaba Zacatecas y Victoriano Huerta empezaba a fraguar su huida. Ese mismo año, con apenas meses de diferencia y destinados a colocarse en los extremos opuestos de casi todo, nacieron dos de sus grandes amigos y compañeros, también en casi todo: Octavio Paz y José Revueltas.

efra_huerta_cortesaHuerta hizo mucho de lo que se puede hacer con tinta, arte y una imprenta. Fue aprendiz de tipógrafo cuando, adolescente, todavía vivía en el Bajío y se llamaba Efrén –el nombre se lo cambió en la ciudad de México. Fue después crítico de cine y colaboró en la fundación de la asociación de Periodistas Cinematográficos Mexicanos (PECIME). Fue también crítico literario y ensayista. Pero sobre todo fue poeta, un poeta dedicado a retratar, vivir y transformar el mundo y los hombres y mujeres que lo pueblan.

La tarea del poeta, piensan algunos, es nombrar lo inefable, lo que no se puede explicar con palabras, y con ello revelar el mundo y ayudar a quien escribe y a quien lee a adueñárselo y moldearlo y vivirlo más y más a fondo, a llenarse de dudas y claridades que abran paso a nuevas dudas y nuevas sensaciones y sentimientos. Huerta lo logró como pocos.

Quien se hunde en sus versos se hunde en la ciudad, y con ella en el mundo entero, y su Declaración de odio pone en negro sobre blanco todo lo que se agolpa en la garganta de ese hombre que aguanta con rabia la asfixia en la Línea 3 a las seis de la tarde; su hartazgo por esa “ciudad de ceniza y tezontle cada día menos puro, / de acero, sangre y apagado sudor”, “fastidiosa nada más: sencillamente tibia”.

Efraín Huerta es conocido como el poeta de la rebeldía, cuya obra recupera la fuerza expresiva al paso del tiempo. Es también el poeta del amor, de la soledad, la vida y la muerte. También en su obra se puede apreciar su lucha contra la discriminación racial, la música de los negros, la política y la Ciudad de México. 

 

Y al contrario: su Declaración de amor hace decible esa dicha que llena el corazón y hace llorar de alegría a quien, una mañana de verano como la de este domingo pasado, se regodea en el cielo azul y descubre que la ciudad es “amplia, / rojiza, cariñosa”, y que en ella “el corazón del alba / es un millón de flores, / el correr de la sangre / y el cuerpo, ciudad, sin huesos ni miseria”.

En sus poemarios –una veintena de volúmenes publicados antes de su muerte, en 1982– esa pareja de que hablábamos hace un momento, la que se besa al amanecer, con las rejas de Chapultepec brillando en mínimos reflejos a su espalda y el sol llenando de platas y oros la mañana que apenas despierta, podría poner palabras a su amor y al alba que los envuelve. “Alba de añil hiriéndonos la muerte / que tenemos por sueño y por amor, / desesperando besos, despedidas, / tirando espejos en el mar del día”, escribió Huerta sobre un encuentro parecido, pero ocurrido hace ya siete décadas.

Por sus versos se puede leer también la historia y entenderse los anhelos y esperanzas de una izquierda en la que militó toda su vida, a veces con solemnidad, otras con sorna y siempre con el hondo compromiso de vencer a la injusticia. Quien les eche un ojo podrá ver lo que fue llorar desde México la derrota de la II República española, que marcó a una generación de rojos de todo el mundo. En esas páginas bellísimas se entenderá por qué dolió tanto la caída de Stalin, y porqué dolió también el vacío que dejó el desengaño de saber de sus crímenes. Se entenderá que todo eso sólo se podía vivir, como hizo el hombre solitario que habita uno de sus poemas, tras haber “abierto las heridas, abierto sus cicatrices y abierto / los ojos para mirar hacia el pasado”. También se entenderá la esperanza nacida de ver que a la derrota de los nazis siguió, aunque fuera por un momento, la construcción de la paz y la justicia y “allí, sobre esa tierra de tortura y cenizas, / volvió a la luz el canto y la esperanza fue / como una luminosa profecía estelar”.

En fin, que en los versos de Efraín Huerta, en las más de 600 páginas de poesía que escribió –y que están reunidas en el volumen con su Poesía completa que edita el Fondo de Cultura Económica–, podrá encontrarse un aliado para dar un poco de sentido al navegar sin fin que es vivir en la ciudad de México, a la gloria que se siente cuando el sol sale de nuevo y el alba invade los dominios de la noche, a la rabia y la esperanza que se sienten en el avanzar y en el ceder de la lucha por hacer de éste un mundo mejor.