La crisis humanitaria y el terrible drama social que representa el fenómeno de los niños migrantes en la frontera entre México y Estados Unidos no es algo nuevo ni comenzó ayer. Desde hace varios años, casi una década, organizaciones civiles y de Derechos Humanos de los migrantes, tanto en territorio mexicano como estadunidense, han denunciado el incremento de casos de niños solos, entre los miles de personas que diariamente intentan cruzar la línea fronteriza. Pero por alguna razón, los gobiernos de los dos países habían hecho oídos sordos ante el problema.

 
Hoy, que el caso toma dimensiones de crisis bilateral y que involucra ya no sólo a la administración Obama y a la de Peña Nieto, sino también a los gobiernos de varios países de Centroamérica, de donde provienen la mayoría de niños migrantes, casi podría decirse que toda esta emergencia, en la que se involucran ya los políticos y las agencias gubernamentales de la región, fue detonada por la exhibición de una película mexicana que destapó la dramática situación que estaban padeciendo miles de niños hondureños, salvadoreños o guatemaltecos que, ya sea en busca de reunirse con sus padres, huyendo de la violencia y la pobreza de sus naciones o en busca del engañoso sueño americano, se lanzaban a cruzar territorio mexicano para tratar de llegar ilegalmente a Estados Unidos.

 
La cinta La Jaula de Oro, del director Diego Quemada-Diez, y que fue coproducida por México y España, retrató crudamente el drama que viven diariamente esos ejércitos de niños y adolescentes que son abusados, violentados y hasta explotados lo mismo por policías y autoridades mexicanas del Instituto Nacional de Migración, que por las bandas criminales de secuestradores y del narcotráfico que, a su paso por México, los convierten en carne de cañón para obtener de ellos desde los pocos dólares que llevan para su travesía, hasta su ropa, su trabajo forzado o hasta sus cuerpos, en el caso de las niñas migrantes.

 
La exhibición y difusión de esta película que desde su aparición en 2013 llamó la atención del público y la crítica en el Festival de Cannes y que luego en 2014 recibió el premio del Ariel como mejor película, destapó literalmente la cloaca que se escondía detrás de la pasividad y la apatía de los gobiernos de México y Estados Unidos, pero también de Honduras, Nicaragua, El Salvador o Guatemala, para hacerse cargo de un problema que los involucraba a todos.

 
Indolencia de los gobiernos centroamericanos, vejaciones, abusos y maltratos por parte del gobierno de México, y persecuciones y criminalización por parte de las autoridades migratorias de Estados Unidos, es parte de lo que comenzó a aflorar pública y masivamente en la crisis de los niños migrantes. La presión mediática y de la opinión pública que habló hasta de 52 mil niños detenidos en los últimos meses comenzó a crecer. El mismo presidente de Estados Unidos, Barack Obama, presionado por los problemas legales, políticos y presupuestales que representa el fenómeno y por una iniciativa de ley que se generó en el Congreso de su país, calificó el tema como “una crisis humanitaria urgente” y la Casa Blanca comenzó a presionar a México para que enfrentaran juntos el problema.

 
Y como siempre ocurre, ante un chasquido de Washington, la respuesta del gobierno mexicano fue inmediata y llevó a que la semana pasada el canciller mexicano, José Antonio Meade, se desplazara hasta Texas, donde se reunió con autoridades migratorias estadunidenses y visitó instalaciones de la Patrulla Fronteriza y un albergue privado (del Sagrado Corazón) a donde son llevados los niños migrantes detenidos por las patrullas fronterizas.

 
Si bien el tema finalmente adquirió relevancia política y ayer se produjo un nuevo anuncio del presidente Obama de que enviará una petición al Congreso para que le autoricen presupuesto para mejorar los procesos de deportación y repatriación de los niños migrantes, aún falta que de este lado de la frontera, en el gobierno de México, la administración Peña Nieto reconozca y se haga cargo de las vejaciones, los abusos y la violencia que padecen esos niños centroamericanos en su paso por territorio nacional, tanto por policías municipales, como por autoridades migratorias federales y ni se diga por los criminales y narcotraficantes que los secuestran, violan y roban.

 
Junto con el reconocimiento de México, que ha permitido por años los horrores humanitarios contra esos niños inocentes y contra los migrantes en general, tendría que venir una respuesta regional de las naciones expulsoras de Centroamérica: desde Guatemala hasta Nicaragua, pasando por El Salvador y Honduras, para hacerse cargo de la responsabilidad que les corresponde en la pobreza, inseguridad y violencia que hace que esos niños huyan desesperados y abandonados por sus familias en sus países.

 
Si una película destapó la Jaula de Oro y fue capaz de mostrar la cruel realidad de los niños migrantes, ahora corresponde a los gobernantes y a las sociedades de todos los países involucrados poner fin a ese infierno y garantizar que, si bien no terminará el problema migratorio de México y Centroamérica hacia Estados Unidos, mientras exista pobreza y desigualdad en esas naciones, sí se pueda evitar que cada vez más niños pierdan la inocencia y hasta la vida en manos de autoridades corruptas y criminales despiadados.