Hay que ser sudamericano para sufrir el futbol hasta el más pequeño hueso de la espina dorsal. Como chilango, el entendimiento, salvo poquísimas ocasiones, no pasa de los octavos de final. Festejos en el Ángel de la Independencia por honrosos empates ante Brasil, como el de hace unas semanas, o derrotas con la cara al sol, y el famoso no era penal contra la Naranja Mecánica.
Por eso se pone la piel de gallina cuando uno comparte la arena de la fastuosa Copacabana codo a codo con un Argentino que grito y salta cual chapulín colorado, ya que les gusta tanto, cuando su albiceleste echa a los holandeses de la Copa y se coloca en la final para intentar conseguir su tercera copa mundial. La piel se siente chiquita, pero a ellos todo se les deforma, las extremidades se alargan, la garganta explota, los ojos se sonrojan. Están en la final de la Copa, un dueño muy lejano, parece, para este chilango con su tricolor atorado.
Y ni hablar de lo visto en la derrota de la canarinha ante Alemania. Siete a uno, y ver las caras largas lastimadas por el orgullo. Contraste, porque algunos quieren olvidar la amargura con alguna samba, con más cerveza, pero la verdad es que les duele el alma. No es tan extraño acaso que quieran ocultar el sufrimiento futbolístico con la fiesta, en México suele ocurrir.
Lo cierto es que según lo visto en las calles cariocas, queda claro que el dolor se manifiesta igual con la playera de la eterno rival: Argentina, sí puesta y entrándole al canto aquel de “Dime brasileiro que se siente, tener en casa a tu papá”, que cantado con el acento portugués de un torcedor local es kafkiano e inexplicable, pues transita la línea del rencor, dolor y resignación.
Algunos optan por ponerse la playera de Alemania. Difícil entender. Acostumbrados a ganar, Brasil entre que apoya al enemigo de siempre o al que los echó del Mundial.