En alguno de esos diálogos de madrugada de los que sólo pueden darse en Madrid, un taxista nacido en Argentina me explicaba en jerga madrileña y acento porteño: “No es que a Di Stéfano le haya faltado un Mundial… Es que al Mundial le faltó Di Stéfano. Como lo de Borges. No es que Borges no mereciera el Nobel… Es que el Nobel no mereció a Borges”.
Meses antes había tenido el privilegio de encontrarme con Alfredo Di Stéfano en un evento conmemorativo del centenario de historia madridista. La deidad del balón de la que existen menos testimonios audiovisuales, llegó apoyada en un elegante bastón y con el pequeño nudo de la corbata casi encajado en su papada. Le pedí una entrevista, a lo que accedió con un “dale” escapado de la carraspera. De pronto formulé una pregunta que le desagradó: “El actual Real Madrid ha ganado tres Ligas de Campeones… ¿Podrá alcanzar la grandeza del Madrid de su época?”. Me vio fuerte, bajó al piso los ojos y empezó a negar con la cabeza como si estuviera triste y decepcionado… “¿Y cómo me preguntas eso? ¡Cómo me preguntas eso!”.
Se quejó con su contemporáneo Amancio, quien contestó con profundo cuidado que no veía algo malo, y entonces ya éramos dos los regañados por la Saeta Rubia. Tras muchos años de avergonzarme por haber hecho enfadar al héroe máximo del madridismo, al estructurar mi libro encontré perfecto sentido a la anécdota, incluso mayor que si la entrevista hubiese sido más duradera, y así intenté retratarlo: “Son pocos y de mala calidad los videos de don Alfredo jugando, pero me siento con autoridad suficiente para opinar sobre su férreo temperamento”.
Temperamento al cual se refiere Jorge Valdano con su habitual brillantez en un artículo que dedicó a Di Stéfano esta semana: su competitividad perpetua, evidente al brincar de hilera en hilera para subir antes al avión. El temperamento de alguien no sólo nacido para líder, sino con la calidad moral que da el ejercer ese liderazgo con el ejemplo. Nadie corría como él, nadie luchaba como él, nadie producía como él.
Cuando Santiago Bernabéu integró a la galaxia madridista de los sesenta al brasileño Didí, campeón del mundo en Suecia 58, el fracaso fue inmediato. Demasiado saudade, demasiada intermitencia, demasiada renuncia a hacer kilómetros en un club donde lo mismo sudaban los dos mejores europeos del momento, Ferenc Puskas y Raymond Kopa, que el español más laureado, Francisco Gento, que el mejor de la historia merengue, como sin duda ya lo era Alfredo a sus 34 años. Didí siempre atribuyó su pronta salida al caudillo Di Stéfano, quien a su vez dejó clara su postura: aquí todos trabajan.
Para conseguir eso, resultó determinante su privilegiada forma física. Fue el primer futbolista total: inteligente y fuerte, incombustible y técnico, incontenible y veloz, pero, ante todo, omnipresente; ante todo, tan dueño del área propia como de la ajena o de cualquier rincón de la cancha; ante todo, enamorado del balón al grado de haber titulado a su bello libro autobiográfico Gracias, vieja, como si se refiriera a una amante y no a una esfera de cuero.
Su relación con los Mundiales estaba tan destinada al limbo que su fallecimiento esta semana, al filo de las semifinales de Brasil 2014, permitió se exigiera a la FIFA un tributo por siempre adeudado; y es que la grandeza del balón no sólo ha de consagrarse en ese mágico junio cada cuatro años. A Brasil 50 no fue por la renuncia argentina a participar. Para Suiza 54 pretendió hacerlo con España, pero se le prohibió por antes haber vestido la casaca albiceleste. Para Suecia 58 ya asistiría con los ibéricos, aunque no calificaron. Finalmente, en Chile 62, con 34 años, acudió con España, mas no logró tener minutos por problemas musculares.
Alfredo Di Stéfano se perdió de los Mundiales, o los Mundiales de él, según se vea. Tal como los debates relativos a otro bonaerense que vivió en Madrid, cuyo Nobel es el más protestado de la historia.
Curioso que tanto uno con el otro terminarán dando nombre a alguna calle de la capital ibérica. Curioso, al menos, para el taxista que once años atrás me iluminó con su analogía en plena madrugada digna de Gran Vía.