Como si se tratara del niño nuevo del colegio, todavía sin amigos o apoyos, Lionel Messi caminaba solo y con semblante de inseguridad. Dirigía una mirada ausente al piso de los túneles del estadio Maracaná, inmune a la cantidad de ojos con los que intentábamos penetrar su mente, que clavábamos en sus pies descalzos, con los que buscábamos retener en la memoria algo del desganado genio del balón, acaso las manos de su hijo tatuadas en el gemelo izquierdo.
Le había tocado en suerte pasar por las pruebas de dopaje, por lo que el resto del plantel argentino, recién derrotado en la final de Brasil 2014, se había adelantado casi media hora al vestidor.
Una delgada pared nos separaba de los jugadores, suficiente para identificar una sola voz en el interior que presumíamos sin posibilidad de confirmar, del capitán moral del equipo, Javier Mascherano. Del otro lado, los cantos en alemán de los campeones rebotaban, así como de la caseta del centro se filtraban las felicitaciones en italiano entre los árbitros, seguramente al confirmar que su labor no había sido factor decisivo.
A diferencia de Mario Götze, quien portaba el premio al mejor del partido, y de Manuel Neuer, quien no soltaba el de portero del certamen, Messi ya no cargaba el mencionado Balón de Oro.
Llegó a Brasil con la consigna, con la obligación, con el deber involuntario de treparse al pedestal de Pelé y Maradona por la única vía que críticos y aficionados conceden: es decir, levantando la copa del mundo tras haber resultado definitivo en la misma.
En el camino había conseguido no sólo que la selección de Argentina ganara, sino que la selección de Argentina fuera él, dependiera de él y se rigiera por él. O, más bien, lo que él podía ofrecer: esos segundos trepidantes de explosión, de driblar al mundo, de resolver partidos con el mínimo y postrero esfuerzo. Segundos, pero no minutos y mucho menos horas.
Estaba también el tema de los vómitos, reaparecido en esa fatídica noche carioca que contenía su buena dosis de teatro del absurdo: el día en que el mejor de la última década tenía que haber dado el partido de su vida y que, sin embargo, no se contagió ni ínfimamente del corazón derrochado por todos sus compañeros, los más talentosos y los más musculosos, los más reconocidos y los más discutidos, los más jóvenes y los más veteranos. Messi parecía haber jugado su propia final, a su propio ritmo, en su propia realidad: brazos caídos, mirada al horizonte, esfuerzo escatimado, futbol por gotas: esperando al balón, y la historia esperando a Messi como si de Godot se tratara.
Mucha gente restó importancia durante el último año a las ocasiones en que el astro vomitó en plena cancha, como si no fuera gran cosa. ¿Por qué esas súbitas arcadas? ¿Por qué la necesidad de devolver a medio partido? ¿Por alguna circunstancia física todavía no detectada o revelada?, ¿o por algún factor psicológico como la acumulación de estrés, como el peso de tanta presión, como la psicomatización de semejante torbellino de vida y exigencia?
El propio Lionel trató el tema con tanta naturalidad, que espantó todavía más: “Me pasa seguido en los partidos, en las prácticas, en mi casa. No sé bien qué es, me hice miles de estudios y me pasa. Intento tomar algunas pastillas, me empieza a agarrar y termino casi vomitando”.
Normal, no puede ser. Como normal tampoco es lo que se espera y demanda de un futbolista. Que se les paga para eso y para más, aseverarán muchos, pero los millones no cambian en nada lo que un humano padece.
Así como fue el último en entrar al vestidor, solo y descalzo, Messi fue el primero en salir rumbo al autobús. Tanto, que casi se le escapa al héroe de la noche, Mario Götze, quien deseaba una foto con el argentino.
Volverá a Barcelona, que es en donde tiene que estar. Volverá a anotar goles por racimos, que es lo que sabe hacer. Volverá a iluminar cuanto estadio pise, que es su don. Y mantendrá ese enigma de las arcadas, retomadas en la supuesta jornada de su máxima consagración.
Juan Villoro escribió tiempo atrás que «El drama argentino de Lionel Messi sigue abierto. El que se fue no acaba de volver». Tras la noche de Maracaná, el regreso luce todavía más imposible.