El escándalo es aún el motor de la discusión pública, de la muestra mediática cotidiana. Es la materia prima de las conversaciones en las esferas políticas, el eje de las agendas periodísticas y, en buena medida, el desahogo de la frustración colectiva.
Con toda la atención que recibe, el escándalo es efímero y su mayor daño público reside en que es tapadera y careta de los problemas reales. En el escándalo se esconden, se apertrechan, se difuminan, se hacen invisibles los verdaderos problemas. Esos que perduran, que dañan el futuro de las sociedades, que mantienen y eternizan las desigualdades, que conservan el poder de los intereses privados como si fueran públicos.
El escándalo simplifica la realidad a tal grado que la reduce a una reyerta, a un encono de políticos, a una venganza personal o a sesudas explicaciones de la realidad basadas en la manipulación de un grupo o de unos cuantos perversos.
La supremacía del escándalo en el debate público mexicano ha minimizado la discusión de los problemas reales, opacando la reflexión y la búsqueda de propuestas de solución. Los políticos, empresarios, legisladores, funcionarios públicos y hasta periodistas han hecho del escándalo un hábito que reduce la compleja problemática a sólo un conflicto bipolar de intereses privados.
Los ejemplos abundan pero el debate sobre el futuro de las telecomunicaciones y de los medios de comunicación en una nación que debe aspirar al desarrollo integral de una población con serias carencias, fue rehén del escándalo. De una superficialidad interesada que redujo el debate público a una pelea callejera entre intereses privados. Claro que en aquella ocasión ganó el escándalo.
Legisladores que han hecho del escándalo su estandarte se han convertido en líderes de su grupo, en avezados voceros frente a los medios, en hábiles oradores que esgrimen convincentes argumentos frente a la medianía de sus colegas, en “predicadores” del más añejo patriotismo que responden con furia ante cualquier mínima insinuación sobre los intereses particulares que respaldan.
Nos preguntamos, ¿qué tan legítima es la representación ciudadana de un legislador que ha dejado de lado el interés público para adoptar cualquier interés privado como suyo? ¿Acaso no es un hurtador del interés común y un corruptor de la democracia?
Si la corrupción es el principal mal endémico de nuestro sistema político, de la vida interna de los partidos políticos, del Congreso, de los gobiernos, de las empresas del Estado y de sus múltiples conexiones con empresarios y con los llamados poderes fácticos, entonces el escándalo sólo debe ser un instrumento de vergüenza y castigo público.
Pero si el interés colectivo importa, la discusión pública no debe estar dominada por el escándalo. Sería no cambiar y cercenar el futuro de millones de mexicanos en pobreza y con falta de oportunidades.
Ayer, en su artículo periodístico, se preguntaba un especialista en asuntos energéticos como David Shields, si la reforma energética que ahora discute el Senado efectivamente arrojará un mejor Pemex o un Pemex más corrupto. Allí está un ángulo de la discusión pública que importa hacia adelante. Ya no nos preguntemos si Pemex es una organización corrupta. Asumimos esa realidad de corrupción por las múltiples evidencias que se han puesto sobre la mesa a lo largo de los últimos años y de los últimos días.
El asunto es si las nuevas leyes energéticas que se han presentado la harán más o menos corrupta, más o menos transparente, más o menos eficiente, más o menos rentable; en suma: será mejor o peor empresa de lo que hoy es Pemex para el interés público.
Pero el riesgo -otra vez- en esta discusión, como en las anteriores, es la preeminencia del escándalo, un duro escollo para el cambio.